Sigue el proceso de descomposición de España, ahora con dos golpes mortales a la línea de flotación: la familia. El mismo día. Lo que tengo que decir lo dice muy bien este artículo. Lo que queda es mucho por hacer.
Por EUGENIO NASARRE. Diputado del Grupo Popular
ABC, 22 de abril de 2005
Ayer fue un día aciago para el Parlamento. Con arrogancia y osadía una mayoría hizo lo que nunca debió hacer, lo que le aleja de la tradición democrática liberal: cambiar el nombre de las cosas, modificar el sentido de las palabras, pretender trastocar el orden de la naturaleza con la finalidad de exhibir impúdicamente la omnipotencia del poder legislativo. El pensamiento demoliberal clásico acuñó el famoso aforismo «el Parlamento puede hacerlo todo menos convertir al hombre en mujer». Quería decir con ello que la soberanía del Parlamento no podía convertir a su poder en algo absoluto y desmedido. Su poder era grande, pero debía respetar la naturaleza de las cosas. Es un pensamiento que nos advierte que traspasar ese límite supone deslizarse hacia la «ingeniería social», que, como sabemos por trágicas experiencias históricas, es la antesala de cualquier orden totalitario.
Con la euforia incontenible de muchos diputados y —quiero pensar benévolamente— grave miopía de algunos de ellos, ayer se produjo la más importante victoria del mayor enemigo de la libertad en nuestro tiempo: lo que hemos venido en llamar «el lenguaje políticamente correcto», que es la más sofisticada forma de «ingeniería social».
El «lenguaje políticamente correcto», con la finalidad de transformar radicalmente la sociedad, pretende cambiar el sentido de las palabras, condenar a otras y anatematizar a quien osa utilizarlas. Produce una «ruptura lingüística» y, por lo tanto, epistemológica con el pasado. Provoca, así, un debilitamiento letal de la continuidad de nuestra civilización. La pretensión de Lewis Carroll en «Alicia en el país de las maravillas» se hace realidad. El poder consiste en lograr que las palabras tengan un sentido distinto al que tenían, tengan el sentido que yo quiera darles.
¿Podemos aceptar resignadamente la nueva tiranía del «lenguaje políticamente correcto», que es la primera característica de las sociedades totalitarias que describen los autores de las utopías del siglo XX?. Algunos quieren quitar hierro a este enfoque del problema. Cambiar el nombre de las cosas sería algo secundario, incluso superfluo, que no merecería la menor preocupación. Quienes así piensan no saben que la batalla de la libertad se juega, en primer lugar, en el lenguaje. Por eso, lo que sucedió ayer en el Parlamento fue la victoria de la «ingeniería social» sobre la libertad.
Porque en nuestra civilización el matrimonio es una institución para la protección civil y social de la maternidad. Como la etimología del vocablo señala, sin posibilidad de maternidad no hay matrimonio. Desligar a esa institución de su fin primigenio, de su razón de ser, es desvirtuarla, con efectos de una enorme envergadura para el conjunto de la sociedad. Configurar como matrimonio, extendiendo todos los elementos de la institución, a la unión entre personas del mismo sexo es una pura falsedad y encierra la pretensión de un cambio radical de la sociedad. Es el intento de caminar hacia una sociedad en la que la natalidad ya no se basaría en la filiación natural, que, por exigencias de la naturaleza, es heterosexual. Esta doctrina se arropa con el fascinante señuelo a los ojos de muchos de nuestros contemporáneos de los «nuevos derechos», que, en muchos casos, no son otra cosa que pretensiones alimentadas por los nuevos ídolos del igualitarismo.
Ayer una mayoría parlamentaria trató de forzar un «orden de libertad», congruente con la naturaleza de las cosas, como base de las instituciones civiles. Creo que está suficientemente probado que la familia basada en el matrimonio (unión entre un hombre y una mujer), con igualdad plena de los cónyuges, y en los términos que establece nuestra Constitución, no sólo es compatible con una sociedad en libertad sino que contribuye decisivamente a ella. Defender el matrimonio propio de nuestra civilización es una noble causa. Es defender una sociedad que no quiere precipitarse por los senderos de la ingeniería social: que ya sabemos hacia dónde nos conducen.
ABC, 22 de abril de 2005
Ayer fue un día aciago para el Parlamento. Con arrogancia y osadía una mayoría hizo lo que nunca debió hacer, lo que le aleja de la tradición democrática liberal: cambiar el nombre de las cosas, modificar el sentido de las palabras, pretender trastocar el orden de la naturaleza con la finalidad de exhibir impúdicamente la omnipotencia del poder legislativo. El pensamiento demoliberal clásico acuñó el famoso aforismo «el Parlamento puede hacerlo todo menos convertir al hombre en mujer». Quería decir con ello que la soberanía del Parlamento no podía convertir a su poder en algo absoluto y desmedido. Su poder era grande, pero debía respetar la naturaleza de las cosas. Es un pensamiento que nos advierte que traspasar ese límite supone deslizarse hacia la «ingeniería social», que, como sabemos por trágicas experiencias históricas, es la antesala de cualquier orden totalitario.
Con la euforia incontenible de muchos diputados y —quiero pensar benévolamente— grave miopía de algunos de ellos, ayer se produjo la más importante victoria del mayor enemigo de la libertad en nuestro tiempo: lo que hemos venido en llamar «el lenguaje políticamente correcto», que es la más sofisticada forma de «ingeniería social».
El «lenguaje políticamente correcto», con la finalidad de transformar radicalmente la sociedad, pretende cambiar el sentido de las palabras, condenar a otras y anatematizar a quien osa utilizarlas. Produce una «ruptura lingüística» y, por lo tanto, epistemológica con el pasado. Provoca, así, un debilitamiento letal de la continuidad de nuestra civilización. La pretensión de Lewis Carroll en «Alicia en el país de las maravillas» se hace realidad. El poder consiste en lograr que las palabras tengan un sentido distinto al que tenían, tengan el sentido que yo quiera darles.
¿Podemos aceptar resignadamente la nueva tiranía del «lenguaje políticamente correcto», que es la primera característica de las sociedades totalitarias que describen los autores de las utopías del siglo XX?. Algunos quieren quitar hierro a este enfoque del problema. Cambiar el nombre de las cosas sería algo secundario, incluso superfluo, que no merecería la menor preocupación. Quienes así piensan no saben que la batalla de la libertad se juega, en primer lugar, en el lenguaje. Por eso, lo que sucedió ayer en el Parlamento fue la victoria de la «ingeniería social» sobre la libertad.
Porque en nuestra civilización el matrimonio es una institución para la protección civil y social de la maternidad. Como la etimología del vocablo señala, sin posibilidad de maternidad no hay matrimonio. Desligar a esa institución de su fin primigenio, de su razón de ser, es desvirtuarla, con efectos de una enorme envergadura para el conjunto de la sociedad. Configurar como matrimonio, extendiendo todos los elementos de la institución, a la unión entre personas del mismo sexo es una pura falsedad y encierra la pretensión de un cambio radical de la sociedad. Es el intento de caminar hacia una sociedad en la que la natalidad ya no se basaría en la filiación natural, que, por exigencias de la naturaleza, es heterosexual. Esta doctrina se arropa con el fascinante señuelo a los ojos de muchos de nuestros contemporáneos de los «nuevos derechos», que, en muchos casos, no son otra cosa que pretensiones alimentadas por los nuevos ídolos del igualitarismo.
Ayer una mayoría parlamentaria trató de forzar un «orden de libertad», congruente con la naturaleza de las cosas, como base de las instituciones civiles. Creo que está suficientemente probado que la familia basada en el matrimonio (unión entre un hombre y una mujer), con igualdad plena de los cónyuges, y en los términos que establece nuestra Constitución, no sólo es compatible con una sociedad en libertad sino que contribuye decisivamente a ella. Defender el matrimonio propio de nuestra civilización es una noble causa. Es defender una sociedad que no quiere precipitarse por los senderos de la ingeniería social: que ya sabemos hacia dónde nos conducen.
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