Juan Manuel de Prada
ABC 8 de abril de 2005
En las facciones del Papa se esculpen los zarpazos de una agonía feroz; es el suyo un rostro macilento, como un mapa que transparentase las geografías del Gólgota Un bosque de banderas polacas avanza hacia el Vaticano, escoltando el curso del Tíber. La mañana primaveral les concede una brisa, para que puedan ondear su orgullo. Las enarbolan jóvenes que no han conciliado el sueño en toda la noche; hay en sus rostros una belleza exhausta y también exultante, un anhelo unánime de rendir un último homenaje al hombre que los permitió crecer en una nación libre, al hombre que les contagió una misma fe intrépida. Danuta, una muchacha cracoviana de sonrisa campesina, dirige los cánticos: en sus labios la lengua polaca suena como un rumor de oleaje que gana ímpetu en cada estrofa. Danuta ha nacido en el barrio de Debniki y pertenece a la misma parroquia en la que el niño Karol Wojtyla, entonces llamado Lolek, recibió la Primera Comunión; la misma parroquia que en vísperas de la Segunda Guerra Mundial regentaba el salesiano Jósef Kowalski, quien fuera deportado a Auschwitz y ahogado en heces por sus carceleros por negarse a pisotear las cuentas del rosario. Esa épica de resistencia y santidad aún brilla en la mirada de Danuta. Acaba de llegar, como todos sus compañeros, a Roma, tras un viaje sonámbulo en autobús, y aún no sabe dónde pernoctará; pero, como a las aves del cielo, esta incertidumbre no la perturba. Ahora lo importante es llevar su bandera y su fe hasta la basílica de San Pedro. Cuando le advierto que el acceso a la Via della Conziliazone ha sido clausurado me mira con una como abstraída ironía: «La abrirán cuando nosotros lleguemos, ya lo verás. Si es necesario, echamos abajo las vallas», exclama, antes de volverse hacia sus compañeros y lanzarles una arenga que añade decisión a sus pasos. Me separo del ejército polaco para reunirme con José Luis Martínez Gil, un fraile hospitalario que durante ocho años ha trabajado en la Farmacia Vaticana. Fray José Luis es, tal como él me había advertido por teléfono, campechanote y orondo; el paisanaje (ha nacido en Villaba de la Lampreana, un pueblo de Zamora) me ha servido de coartada para obtener su protección. De la mano de fray José Luis penetro en el recinto vaticano, sometido hoy a severas medidas de vigilancia. Fray José Luis, biógrafo de San Juan de Dios y de San Juan de Ávila, vive la muerte del Pontífice sumido en la orfandad. Tiene una voz sabia y rústica a un tiempo, en la que asoman aquí y allá los coloquialismos de mi tierra. Nos tropezamos con el cardenal Rodríguez Maradiaga en el Belvedere, junto a la Biblioteca Vaticana: es un hombre de facciones cortadas a golpe de hacha, hermoseadas por un ramalazo de sangre india, que traza en el aire su bendición, cuando fray José Luis me presenta como un escritor español católico, que es tanto como decir un ornitorrinco; al besarle el anillo, siento la aspereza labriega de su mano, muy alejada de esa satinada frialdad que uno presume en las manos de un príncipe de la Iglesia. Mientras rodeamos el ábside de San Pedro, fray José Luis me desvela al fin la sorpresa que me tenía guardada: entremos por el acceso de autoridades para orar unos minutos ante el cadáver del Papa. Al entrar descubro la figura matinal del cardenal Amigo; voceo su nombre como un chiquillo, con esa espontaneidad un tanto gamberra que aún preservo de la juventud y que ya empieza a resultar un tanto incongruente en un hombre de mi edad y mis michelines. El cardenal Amigo se queda al principio un poco desconcertado de mi osadía, pero enseguida me dedica una sonrisa ancha y hospitalaria. A su rebufo entremos en la basílica; el baldaquino de Bernini alza sus columnas salomónicas como llamas de un fuego devorador. Un cirio pascual, erguido como un álamo, escolta el cadáver del pescador que quiso morir con las sandalias puestas. Las lágrimas atenazan mi plegaria. En las facciones del Papa se esculpen los zarpazos de una agonía feroz; es el suyo un rostro macilento, como un mapa que transparentase las geografías del Gólgota. Frente a mí, desfila la marea de los peregrinos; su oración dura apenas unos segundos, pero en ella se contiene un fervor del tamaño del universo. En los reclinatorios que escoltan el túmulo, rezan los cardenales y demás jerarquías de la Iglesia; sobre sus hombros abrumados parece sostenerse el peso doliente del mundo. El llanto me amordaza la garganta; como en un aleph vertiginoso, desfilan por mi memoria sentimientos de la infancia que creía hibernados para siempre: mi oración es caótica y balbuciente, como la de un niño que se aproxima por primera vez al misterio. Y noto entonces que mis palabras atolondradas son cogidas en volandas, alzadas a un cielo que tiene el color de un incendio blanco. El rostro demacrado del Papa recupera entonces una prestancia vigorosa, como si despertase de una siesta; pero tal vez las lágrimas me inspiran estos espejismos. Cuando me despido de fray José Luis, aún no me he recuperado. Mis pasos son a un tiempo alados y arenosos, como los de un borracho que vive su borrachera como una jubilosa excepción de las leyes de gravedad. Durante horas vagabundeo sin brújula por las calles colindantes al Vaticano, zarandeado por una multitud que renueva el bullicio de Pentecostés. En una callejuela milagrosamente salvada del tumulto, junto a Via del Falco Farinone, descubro a tres muchachas de hábito blanco que se cobijan en la penumbra de un portal. Son monjas dominicas de apenas veinte años, delgadísimas como garzas, de una estatura que compite con la mía. Se están desembarazando de unas mochilas que quizá pesen más que ellas mismas y desplegando sus sacos de dormir sobre el suelo: las tres son de una belleza impronunciable y despeinada, con ojos en los que se alberga el cóncavo de mar. Las saludo, incrédulo y también alegre de que tanta hermosura haya elegido como esposo al Galileo. A sus rostros acude el rubor cuando por fin aciertan a descifrar mis piropos: se llaman Rafaela, Michaela y Bernardeta y acaban de llegar a Roma, procedentes de Praga. Han decidido dormir en la calle para asegurarse un sitio en los funerales de mañana. Me piden que les haga una foto y yo accedo a cambio de que me permitan besarlas en las mejillas. Aún guardo el rescoldo de su piel en los labios, mientras escribo esta crónica: es un rescoldo que refresca mi sangre y me llena de una alegría nueva.
ABC 8 de abril de 2005
En las facciones del Papa se esculpen los zarpazos de una agonía feroz; es el suyo un rostro macilento, como un mapa que transparentase las geografías del Gólgota Un bosque de banderas polacas avanza hacia el Vaticano, escoltando el curso del Tíber. La mañana primaveral les concede una brisa, para que puedan ondear su orgullo. Las enarbolan jóvenes que no han conciliado el sueño en toda la noche; hay en sus rostros una belleza exhausta y también exultante, un anhelo unánime de rendir un último homenaje al hombre que los permitió crecer en una nación libre, al hombre que les contagió una misma fe intrépida. Danuta, una muchacha cracoviana de sonrisa campesina, dirige los cánticos: en sus labios la lengua polaca suena como un rumor de oleaje que gana ímpetu en cada estrofa. Danuta ha nacido en el barrio de Debniki y pertenece a la misma parroquia en la que el niño Karol Wojtyla, entonces llamado Lolek, recibió la Primera Comunión; la misma parroquia que en vísperas de la Segunda Guerra Mundial regentaba el salesiano Jósef Kowalski, quien fuera deportado a Auschwitz y ahogado en heces por sus carceleros por negarse a pisotear las cuentas del rosario. Esa épica de resistencia y santidad aún brilla en la mirada de Danuta. Acaba de llegar, como todos sus compañeros, a Roma, tras un viaje sonámbulo en autobús, y aún no sabe dónde pernoctará; pero, como a las aves del cielo, esta incertidumbre no la perturba. Ahora lo importante es llevar su bandera y su fe hasta la basílica de San Pedro. Cuando le advierto que el acceso a la Via della Conziliazone ha sido clausurado me mira con una como abstraída ironía: «La abrirán cuando nosotros lleguemos, ya lo verás. Si es necesario, echamos abajo las vallas», exclama, antes de volverse hacia sus compañeros y lanzarles una arenga que añade decisión a sus pasos. Me separo del ejército polaco para reunirme con José Luis Martínez Gil, un fraile hospitalario que durante ocho años ha trabajado en la Farmacia Vaticana. Fray José Luis es, tal como él me había advertido por teléfono, campechanote y orondo; el paisanaje (ha nacido en Villaba de la Lampreana, un pueblo de Zamora) me ha servido de coartada para obtener su protección. De la mano de fray José Luis penetro en el recinto vaticano, sometido hoy a severas medidas de vigilancia. Fray José Luis, biógrafo de San Juan de Dios y de San Juan de Ávila, vive la muerte del Pontífice sumido en la orfandad. Tiene una voz sabia y rústica a un tiempo, en la que asoman aquí y allá los coloquialismos de mi tierra. Nos tropezamos con el cardenal Rodríguez Maradiaga en el Belvedere, junto a la Biblioteca Vaticana: es un hombre de facciones cortadas a golpe de hacha, hermoseadas por un ramalazo de sangre india, que traza en el aire su bendición, cuando fray José Luis me presenta como un escritor español católico, que es tanto como decir un ornitorrinco; al besarle el anillo, siento la aspereza labriega de su mano, muy alejada de esa satinada frialdad que uno presume en las manos de un príncipe de la Iglesia. Mientras rodeamos el ábside de San Pedro, fray José Luis me desvela al fin la sorpresa que me tenía guardada: entremos por el acceso de autoridades para orar unos minutos ante el cadáver del Papa. Al entrar descubro la figura matinal del cardenal Amigo; voceo su nombre como un chiquillo, con esa espontaneidad un tanto gamberra que aún preservo de la juventud y que ya empieza a resultar un tanto incongruente en un hombre de mi edad y mis michelines. El cardenal Amigo se queda al principio un poco desconcertado de mi osadía, pero enseguida me dedica una sonrisa ancha y hospitalaria. A su rebufo entremos en la basílica; el baldaquino de Bernini alza sus columnas salomónicas como llamas de un fuego devorador. Un cirio pascual, erguido como un álamo, escolta el cadáver del pescador que quiso morir con las sandalias puestas. Las lágrimas atenazan mi plegaria. En las facciones del Papa se esculpen los zarpazos de una agonía feroz; es el suyo un rostro macilento, como un mapa que transparentase las geografías del Gólgota. Frente a mí, desfila la marea de los peregrinos; su oración dura apenas unos segundos, pero en ella se contiene un fervor del tamaño del universo. En los reclinatorios que escoltan el túmulo, rezan los cardenales y demás jerarquías de la Iglesia; sobre sus hombros abrumados parece sostenerse el peso doliente del mundo. El llanto me amordaza la garganta; como en un aleph vertiginoso, desfilan por mi memoria sentimientos de la infancia que creía hibernados para siempre: mi oración es caótica y balbuciente, como la de un niño que se aproxima por primera vez al misterio. Y noto entonces que mis palabras atolondradas son cogidas en volandas, alzadas a un cielo que tiene el color de un incendio blanco. El rostro demacrado del Papa recupera entonces una prestancia vigorosa, como si despertase de una siesta; pero tal vez las lágrimas me inspiran estos espejismos. Cuando me despido de fray José Luis, aún no me he recuperado. Mis pasos son a un tiempo alados y arenosos, como los de un borracho que vive su borrachera como una jubilosa excepción de las leyes de gravedad. Durante horas vagabundeo sin brújula por las calles colindantes al Vaticano, zarandeado por una multitud que renueva el bullicio de Pentecostés. En una callejuela milagrosamente salvada del tumulto, junto a Via del Falco Farinone, descubro a tres muchachas de hábito blanco que se cobijan en la penumbra de un portal. Son monjas dominicas de apenas veinte años, delgadísimas como garzas, de una estatura que compite con la mía. Se están desembarazando de unas mochilas que quizá pesen más que ellas mismas y desplegando sus sacos de dormir sobre el suelo: las tres son de una belleza impronunciable y despeinada, con ojos en los que se alberga el cóncavo de mar. Las saludo, incrédulo y también alegre de que tanta hermosura haya elegido como esposo al Galileo. A sus rostros acude el rubor cuando por fin aciertan a descifrar mis piropos: se llaman Rafaela, Michaela y Bernardeta y acaban de llegar a Roma, procedentes de Praga. Han decidido dormir en la calle para asegurarse un sitio en los funerales de mañana. Me piden que les haga una foto y yo accedo a cambio de que me permitan besarlas en las mejillas. Aún guardo el rescoldo de su piel en los labios, mientras escribo esta crónica: es un rescoldo que refresca mi sangre y me llena de una alegría nueva.
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