JAVIER MARTÍNEZ-TORRÓN Catedrático de la Universidad Complutense
ABC, 27 de abril de 2005
Las declaraciones del cardenal López Trujillo, invitando a los funcionarios católicos a oponerse a la celebración de matrimonios homosexuales, por razones de conciencia, han provocado una inmediata reacción de la vicepresidenta primera del gobierno rechazando esa posibilidad. Es natural que el Estado defienda sus leyes y que la Iglesia Católica defienda su doctrina, y cada cual tendrá sus opiniones sobre quién se equivoca en este tema. Pero esta polémica va más allá del acierto o error de la política legislativa del gobierno en materia de matrimonio y familia.
La objeción de conciencia constituye uno de los fenómenos más interesantes en el derecho contemporáneo, y a veces también uno de los peor comprendidos. Se ha dicho expresivamente que es un «oscuro drama» en el que una persona se ve obligada entre obedecer a una norma moral o a una norma legal, cuando existe entre ellas un conflicto en apariencia irresoluble. Ese conflicto es importante y difícil de abordar. Y no puede, desde luego, despacharse con una simple alusión a que los funcionarios -como todos los ciudadanos- están obligados a cumplir la ley. Entre otras razones porque la ley, y su aplicación, están sujetas al respeto de los derechos fundamentales.
Uno de esos derechos es la libertad de conciencia, reconocida por nuestra Constitución (art. 16), por el Convenio Europeo de Derechos Humanos (art. 9), y por la propia Constitución Europea que los españoles aprobaron en referéndum el pasado 20 de febrero (el art. II-70 contempla explícitamente el derecho a la objeción de conciencia). De esa libertad depende «el pluralismo, que es inseparable de una sociedad democrática y que ha sido conquistado a un alto precio a lo largo de los siglos», según ha afirmado el Tribunal Europeo de Estrasburgo. Naturalmente, la libertad de conciencia no es ilimitada; ninguna libertad lo es. De ahí que, cuando se produce un choque entre ley y conciencia individual, sea imprescindible un análisis cuidadoso del caso, que huya de las simplificaciones y que busque un equilibrio entre los diversos intereses jurídicos en juego.
No hay, por otro lado, una clara doctrina moral de la Iglesia Católica sobre cuál deba ser la actitud del funcionario llamado a celebrar, por imperativo legal, una boda entre personas del mismo sexo. Las declaraciones de López Trujillo provienen de una alta autoridad eclesiástica, pero no representan una posición oficial de la jerarquía católica. En todo caso, cuál haya de ser la actitud correcta de los funcionarios católicos es cuestión que corresponde aclarar a la Iglesia Católica y, sobre todo, a los propios funcionarios. Desde la perspectiva de los derechos fundamentales que el Estado debe garantizar, lo relevante es la conciencia de cada funcionario singular, católico o no. La objeción de conciencia es un derecho individual, no colectivo, aunque la doctrina moral de una iglesia puede ser tenida en cuenta para probar la sinceridad del objetor, o para prever, en la propia ley, excepciones por motivos de conciencia. Esto último queda a la sensibilidad del legislador, pero no condiciona el ejercicio de un derecho fundamental.
La concreta solución jurídica que deba darse a los supuestos de objeción de conciencia a la celebración del matrimonio homosexual depende de diversos factores, que no hay tiempo de examinar aquí. Uno de ellos es la posibilidad de sustituir al objetor en el cumplimiento de sus funciones, que apuntaría a favor de reconocer la objeción, porque se dejaría a salvo la libertad de conciencia del funcionario y la finalidad de la ley no se vería seriamente aceptada.
Por otra parte, conviene no olvidar que el derecho comparado ofrece interesantes ejemplos de cómo el legislador intenta evitar al ciudadano problemas de conciencia. Así, en Dinamarca, donde los pastores de la iglesia luterana oficial tienen una condición equiparable a la de los funcionarios, la legislación sobre parejas de hecho prevé, desde 1989, que el registro de una pareja homosexual debe hacerse en una ceremonia civil, y exime expresamente a los clérigos de la ceremonia religiosa. En general, ahorrar al ciudadano el conflicto de normas -y de lealtades- es positivo para todos. Y, al contrario, no tiene mucho sentido castigar a ciudadanos que poseen un alto nivel de exigencia ética.
ABC, 27 de abril de 2005
Las declaraciones del cardenal López Trujillo, invitando a los funcionarios católicos a oponerse a la celebración de matrimonios homosexuales, por razones de conciencia, han provocado una inmediata reacción de la vicepresidenta primera del gobierno rechazando esa posibilidad. Es natural que el Estado defienda sus leyes y que la Iglesia Católica defienda su doctrina, y cada cual tendrá sus opiniones sobre quién se equivoca en este tema. Pero esta polémica va más allá del acierto o error de la política legislativa del gobierno en materia de matrimonio y familia.
La objeción de conciencia constituye uno de los fenómenos más interesantes en el derecho contemporáneo, y a veces también uno de los peor comprendidos. Se ha dicho expresivamente que es un «oscuro drama» en el que una persona se ve obligada entre obedecer a una norma moral o a una norma legal, cuando existe entre ellas un conflicto en apariencia irresoluble. Ese conflicto es importante y difícil de abordar. Y no puede, desde luego, despacharse con una simple alusión a que los funcionarios -como todos los ciudadanos- están obligados a cumplir la ley. Entre otras razones porque la ley, y su aplicación, están sujetas al respeto de los derechos fundamentales.
Uno de esos derechos es la libertad de conciencia, reconocida por nuestra Constitución (art. 16), por el Convenio Europeo de Derechos Humanos (art. 9), y por la propia Constitución Europea que los españoles aprobaron en referéndum el pasado 20 de febrero (el art. II-70 contempla explícitamente el derecho a la objeción de conciencia). De esa libertad depende «el pluralismo, que es inseparable de una sociedad democrática y que ha sido conquistado a un alto precio a lo largo de los siglos», según ha afirmado el Tribunal Europeo de Estrasburgo. Naturalmente, la libertad de conciencia no es ilimitada; ninguna libertad lo es. De ahí que, cuando se produce un choque entre ley y conciencia individual, sea imprescindible un análisis cuidadoso del caso, que huya de las simplificaciones y que busque un equilibrio entre los diversos intereses jurídicos en juego.
No hay, por otro lado, una clara doctrina moral de la Iglesia Católica sobre cuál deba ser la actitud del funcionario llamado a celebrar, por imperativo legal, una boda entre personas del mismo sexo. Las declaraciones de López Trujillo provienen de una alta autoridad eclesiástica, pero no representan una posición oficial de la jerarquía católica. En todo caso, cuál haya de ser la actitud correcta de los funcionarios católicos es cuestión que corresponde aclarar a la Iglesia Católica y, sobre todo, a los propios funcionarios. Desde la perspectiva de los derechos fundamentales que el Estado debe garantizar, lo relevante es la conciencia de cada funcionario singular, católico o no. La objeción de conciencia es un derecho individual, no colectivo, aunque la doctrina moral de una iglesia puede ser tenida en cuenta para probar la sinceridad del objetor, o para prever, en la propia ley, excepciones por motivos de conciencia. Esto último queda a la sensibilidad del legislador, pero no condiciona el ejercicio de un derecho fundamental.
La concreta solución jurídica que deba darse a los supuestos de objeción de conciencia a la celebración del matrimonio homosexual depende de diversos factores, que no hay tiempo de examinar aquí. Uno de ellos es la posibilidad de sustituir al objetor en el cumplimiento de sus funciones, que apuntaría a favor de reconocer la objeción, porque se dejaría a salvo la libertad de conciencia del funcionario y la finalidad de la ley no se vería seriamente aceptada.
Por otra parte, conviene no olvidar que el derecho comparado ofrece interesantes ejemplos de cómo el legislador intenta evitar al ciudadano problemas de conciencia. Así, en Dinamarca, donde los pastores de la iglesia luterana oficial tienen una condición equiparable a la de los funcionarios, la legislación sobre parejas de hecho prevé, desde 1989, que el registro de una pareja homosexual debe hacerse en una ceremonia civil, y exime expresamente a los clérigos de la ceremonia religiosa. En general, ahorrar al ciudadano el conflicto de normas -y de lealtades- es positivo para todos. Y, al contrario, no tiene mucho sentido castigar a ciudadanos que poseen un alto nivel de exigencia ética.
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