JUAN MANUEL DE PRADA/
ABC, 11 de abril de 2005
A la postre, por mucho rollo de intrigas vaticanas con que se aderece el asunto, la elección del nuevo Papa será inteligible sólo desde la inspiración divina, esto es, desde el misterio Cónclave: a la postre, por mucho rollo de intrigas vaticanas con que se aderece el asunto, la elección del nuevo Papa será inteligible sólo desde la inspiración divina, esto es, desde el misterio. Naturalmente, en este aserto subyace una concepción mística del mundo; pero cuando falta esa concepción, ¿para qué interesa saber quién haya de ser el próximo Papa?
Mentecatez contemporánea
Puedo afirmarlo sin rebozo: de niño creía en los cuentos de hadas; ahora que soy algo más talludito creo en los milagros, infinitamente más probables que las leyes físicas. La mentecatez contemporánea concibe el milagro como una parafernalia aparatosa y cataclísmica; ni siquiera la Iglesia, en su milenaria acumulación de sabiduría, ha logrado sustraerse del todo a esta superstición. En estos días se habla mucho sobre la posible canonización sumarísima del Papa. Para apoyar este empeño, se han empezado a recolectar sus milagros más retumbantes: su secretario, monseñor Dziwisz, ha revelado a la prensa la curación portentosa de un millonario judío aquejado de un tumor cerebral; desde la diócesis de Zacatecas, en México, se alega el caso de un niño leucémico que sanó de su enfermedad tras recibir un beso del Papa; también una muchacha hidrocéfala paraguaya se liberó de su dolencia tras la visita de Juan Pablo II a su país. Esta retahíla de milagros, tan admirable, es a un tiempo baladí: el mismo Cristo siempre experimentó una suerte de hastío o reticencia cuando alguien se acercaba a él reclamándole que realizara un milagro; de hecho, su milagro más vertiginosamente hermoso, el de su resurrección, lo completa en secreto y sólo se lo revela a sus amigos más dilectos. En realidad, mucho más asombroso que curar a un ciego es convertir a alguien en un hombre nuevo: cuando Jesús, sirviéndose sólo de su fuerza sugestiva, consigue que unos burdos y mezquinos pescadores abandonen sus barcas y lo sigan, está obrando un milagro infinitamente más conmovedor que cuando borra las llagas del cuerpo de un leproso.
Esa fuerza sugestiva del Galileo la tenía también Juan Pablo II. Su existencia ha sido una constante irradiación de santidad, una sucesión de milagros secretos que, agregados, abultarían más que cualquier mamotreto redactado por los relatores de las causas de canonización. En estos días he tenido oportunidad de conocer muchos de estos milagros secretos, hasta convertir mi estancia romana en una gozosa pululación de lo misterioso. Un sacerdote milanés me contaba ayer mismo que, en la noche de la muerte del Papa, una cincuentona que había vivido apartada de la Iglesia durante más de treinta años le solicitó confesión; en la misa de vigilia que acto seguido se celebró, esa misma mujer comulgó con los ojos arrasados de lágrimas y el rostro ensanchado por una sonrisa. ¿No es éste acaso un milagro más perturbador y gozoso que curar a un paralítico? También una mujer valenciana, escarnecida o siquiera puteada por sus compañeros de trabajo a causa de su religiosidad, obtuvo de su empresa permiso para viajar a Roma y asistir a las exequias del Pontífice; cuando ya se disponía a abandonar la oficina, sus compañeros fueron desfilando ante su mesa, pidiéndole que los encomendara en sus oraciones cuando se hallase ante el túmulo papal. «Yo, por supuesto, lo hice; y al poco me empezaron a llamar por teléfono, dándome las gracias y asegurándome que se sentían infinitamente reconfortados», me confía. ¿No atestiguan estas palabras la realidad del milagro?
Sentido común
Reconocer el milagro no es más que vindicar el reino luminoso del sentido común. El misticismo es la única forma de cordura posible que resta en el mundo. Dejemos, pues, que los locos se afanen y se desvelen con sus cábalas de «papables»; a la postre, sólo les quedará entre las manos el papelote donde emborronaron sus combinaciones, que es tan inútil y engendra tanta melancolía como el recibo de la lotería que no ha resultado agraciado. Por cierto, ¿por qué demonios la gente cree que le puede tocar la lotería y no cree en la posibilidad, infinitamente más real, del milagro?
ABC, 11 de abril de 2005
A la postre, por mucho rollo de intrigas vaticanas con que se aderece el asunto, la elección del nuevo Papa será inteligible sólo desde la inspiración divina, esto es, desde el misterio Cónclave: a la postre, por mucho rollo de intrigas vaticanas con que se aderece el asunto, la elección del nuevo Papa será inteligible sólo desde la inspiración divina, esto es, desde el misterio. Naturalmente, en este aserto subyace una concepción mística del mundo; pero cuando falta esa concepción, ¿para qué interesa saber quién haya de ser el próximo Papa?
Mentecatez contemporánea
Puedo afirmarlo sin rebozo: de niño creía en los cuentos de hadas; ahora que soy algo más talludito creo en los milagros, infinitamente más probables que las leyes físicas. La mentecatez contemporánea concibe el milagro como una parafernalia aparatosa y cataclísmica; ni siquiera la Iglesia, en su milenaria acumulación de sabiduría, ha logrado sustraerse del todo a esta superstición. En estos días se habla mucho sobre la posible canonización sumarísima del Papa. Para apoyar este empeño, se han empezado a recolectar sus milagros más retumbantes: su secretario, monseñor Dziwisz, ha revelado a la prensa la curación portentosa de un millonario judío aquejado de un tumor cerebral; desde la diócesis de Zacatecas, en México, se alega el caso de un niño leucémico que sanó de su enfermedad tras recibir un beso del Papa; también una muchacha hidrocéfala paraguaya se liberó de su dolencia tras la visita de Juan Pablo II a su país. Esta retahíla de milagros, tan admirable, es a un tiempo baladí: el mismo Cristo siempre experimentó una suerte de hastío o reticencia cuando alguien se acercaba a él reclamándole que realizara un milagro; de hecho, su milagro más vertiginosamente hermoso, el de su resurrección, lo completa en secreto y sólo se lo revela a sus amigos más dilectos. En realidad, mucho más asombroso que curar a un ciego es convertir a alguien en un hombre nuevo: cuando Jesús, sirviéndose sólo de su fuerza sugestiva, consigue que unos burdos y mezquinos pescadores abandonen sus barcas y lo sigan, está obrando un milagro infinitamente más conmovedor que cuando borra las llagas del cuerpo de un leproso.
Esa fuerza sugestiva del Galileo la tenía también Juan Pablo II. Su existencia ha sido una constante irradiación de santidad, una sucesión de milagros secretos que, agregados, abultarían más que cualquier mamotreto redactado por los relatores de las causas de canonización. En estos días he tenido oportunidad de conocer muchos de estos milagros secretos, hasta convertir mi estancia romana en una gozosa pululación de lo misterioso. Un sacerdote milanés me contaba ayer mismo que, en la noche de la muerte del Papa, una cincuentona que había vivido apartada de la Iglesia durante más de treinta años le solicitó confesión; en la misa de vigilia que acto seguido se celebró, esa misma mujer comulgó con los ojos arrasados de lágrimas y el rostro ensanchado por una sonrisa. ¿No es éste acaso un milagro más perturbador y gozoso que curar a un paralítico? También una mujer valenciana, escarnecida o siquiera puteada por sus compañeros de trabajo a causa de su religiosidad, obtuvo de su empresa permiso para viajar a Roma y asistir a las exequias del Pontífice; cuando ya se disponía a abandonar la oficina, sus compañeros fueron desfilando ante su mesa, pidiéndole que los encomendara en sus oraciones cuando se hallase ante el túmulo papal. «Yo, por supuesto, lo hice; y al poco me empezaron a llamar por teléfono, dándome las gracias y asegurándome que se sentían infinitamente reconfortados», me confía. ¿No atestiguan estas palabras la realidad del milagro?
Sentido común
Reconocer el milagro no es más que vindicar el reino luminoso del sentido común. El misticismo es la única forma de cordura posible que resta en el mundo. Dejemos, pues, que los locos se afanen y se desvelen con sus cábalas de «papables»; a la postre, sólo les quedará entre las manos el papelote donde emborronaron sus combinaciones, que es tan inútil y engendra tanta melancolía como el recibo de la lotería que no ha resultado agraciado. Por cierto, ¿por qué demonios la gente cree que le puede tocar la lotería y no cree en la posibilidad, infinitamente más real, del milagro?
Comentarios