Carlos Herrera
EL SEMANAL, del 12 al 18 de diciembre de 2004
Empecemos por el principio: no he cantado un solo villancico en toda mi puñetera vida. Por varias razones, pero especialmente por una: canto como para que me den en la frente con una alpargata de canto. No hay nada peor, efectivamente, que una reunión medianamente armónica en la que un grupo voluntarioso entona diversos cánticos y en la que surge, desde la bruma de los silencios, una voz que lo estropea todo. Al ser yo esa voz, prefiero abstenerme. Sólo hay algo peor que cantar mal: cantar regular. El que canta rematadamente mal es hasta gracioso y se convierte en un freaky coreado, pero el que canta regular, acertando una nota sí y cuatro no, es francamente insoportable.
Pero este año, motivado por la visceral reacción vomitiva que me dan los que quieren ser más laicos que el mismo Rodríguez Zapatero, pienso salir a la calle confundido entre el Coro de Campanilleros del Cerro del Águila, que comanda mi compadre Guillén, el incomparable capataz que, ora solo, ora con el mítico Paco Reguera, manda cuadrillas de costaleros como el que manda batallones de ángeles custodios. Es costumbre sevillana –y no sólo sevillana– recorrer las noches de los pueblos o del centro de la ciudad acompañados de un búcaro, dos guitarras y alguna pandereta amenizando los días previos a la Navidad. Así lo hacen los hombres y mujeres de la Tambora de Salteras o del Coro de Huévar en esas veladas en las que los adoquines brillan como si un pincel los hubiera pintado con el rocío temprano de diciembre. Pasean, se paran ante los viejos portones del pueblo y cantan. Esas voces viejas de la tradición son capaces de rescatar alguno de los sabores de la Navidad perdidos en los oscuros desvanes de la memoria. Me gustan, ciertamente. Pero, tal y como están las cosas, ya no sé si debo pedir perdón por ello.
Aun así, ya he tomado la decisión: después de haber escuchado cómo algunos idiotas con balcones a la calle, chaflán y patio interior han eliminado de sus costumbres la interpretación de villancicos para así asumir la ola de laicismo decretado que nos invade, cambiaré absolutamente mis principios y me dispondré a cantar hasta el agotamiento. Si unos cuantos gilipollas quieren cogérsela con aquel papel con el que nuestros mayores liaban el tabaco de petaca, que se la cojan si se la encuentran. En algún colegio bienpensante, algunas familias han reclamado que se elimine el festival de villancicos para ser coherente con la aconfesionalidad de la escuela pública. Manda cojones. Otros han propuesto eliminar los nacimientos que algunos ayuntamientos instalan en lugares emblemáticos para no molestar a ciudadanos de otras confesiones, musulmanes mayormente. Algún consistorio lo ha hecho: Gijón, por ejemplo.
Cuando tanto tonto se pone de acuerdo para sobrepasar el listón de la estulticia que se le supone a la media de los ciudadanos, hay que tomar alguna postura: puede uno reírse de la contumacia con que los necios demuestran que lo son o, directamente, tomar partido por las cosas. Está visto que aquí se trata de querer llegar siempre un paso más allá de las normas y de ser mucho más exquisito que aquellos a los que se pretende complacer. Por ello, la inmensa mayoría de españoles normales a los que no les ha entrado por la sangre el Virus de la Idiotez Soberana debería decir algo. Lo siento por los musulmanes y los partidarios del bautizo civil que vean herida su sensibilidad cuando me escuchen masacrar la música por las calles, pero es que eso de cantar villancicos lleva siendo así en este asomo de país desde antes, incluso, de que naciera Rodríguez Zapatero y se cociera el Advenimiento del Laicismo.
Entiendo perfectamente al que aborrece la Navidad y lo único que desea es exiliarse al Yemen, pero aquellos que ponen cara de intolerancia ante cualquier manifestación civil que nazca tangencialmente del hecho religioso y que, además, pretenden que pidamos perdón por gustarnos lo que nos gusta, lo van a tener mal conmigo: pienso cantarles al oído mi repertorio completo. Yo, que no he cantado nunca.
Vean lo que han logrado.
EL SEMANAL, del 12 al 18 de diciembre de 2004
Empecemos por el principio: no he cantado un solo villancico en toda mi puñetera vida. Por varias razones, pero especialmente por una: canto como para que me den en la frente con una alpargata de canto. No hay nada peor, efectivamente, que una reunión medianamente armónica en la que un grupo voluntarioso entona diversos cánticos y en la que surge, desde la bruma de los silencios, una voz que lo estropea todo. Al ser yo esa voz, prefiero abstenerme. Sólo hay algo peor que cantar mal: cantar regular. El que canta rematadamente mal es hasta gracioso y se convierte en un freaky coreado, pero el que canta regular, acertando una nota sí y cuatro no, es francamente insoportable.
Pero este año, motivado por la visceral reacción vomitiva que me dan los que quieren ser más laicos que el mismo Rodríguez Zapatero, pienso salir a la calle confundido entre el Coro de Campanilleros del Cerro del Águila, que comanda mi compadre Guillén, el incomparable capataz que, ora solo, ora con el mítico Paco Reguera, manda cuadrillas de costaleros como el que manda batallones de ángeles custodios. Es costumbre sevillana –y no sólo sevillana– recorrer las noches de los pueblos o del centro de la ciudad acompañados de un búcaro, dos guitarras y alguna pandereta amenizando los días previos a la Navidad. Así lo hacen los hombres y mujeres de la Tambora de Salteras o del Coro de Huévar en esas veladas en las que los adoquines brillan como si un pincel los hubiera pintado con el rocío temprano de diciembre. Pasean, se paran ante los viejos portones del pueblo y cantan. Esas voces viejas de la tradición son capaces de rescatar alguno de los sabores de la Navidad perdidos en los oscuros desvanes de la memoria. Me gustan, ciertamente. Pero, tal y como están las cosas, ya no sé si debo pedir perdón por ello.
Aun así, ya he tomado la decisión: después de haber escuchado cómo algunos idiotas con balcones a la calle, chaflán y patio interior han eliminado de sus costumbres la interpretación de villancicos para así asumir la ola de laicismo decretado que nos invade, cambiaré absolutamente mis principios y me dispondré a cantar hasta el agotamiento. Si unos cuantos gilipollas quieren cogérsela con aquel papel con el que nuestros mayores liaban el tabaco de petaca, que se la cojan si se la encuentran. En algún colegio bienpensante, algunas familias han reclamado que se elimine el festival de villancicos para ser coherente con la aconfesionalidad de la escuela pública. Manda cojones. Otros han propuesto eliminar los nacimientos que algunos ayuntamientos instalan en lugares emblemáticos para no molestar a ciudadanos de otras confesiones, musulmanes mayormente. Algún consistorio lo ha hecho: Gijón, por ejemplo.
Cuando tanto tonto se pone de acuerdo para sobrepasar el listón de la estulticia que se le supone a la media de los ciudadanos, hay que tomar alguna postura: puede uno reírse de la contumacia con que los necios demuestran que lo son o, directamente, tomar partido por las cosas. Está visto que aquí se trata de querer llegar siempre un paso más allá de las normas y de ser mucho más exquisito que aquellos a los que se pretende complacer. Por ello, la inmensa mayoría de españoles normales a los que no les ha entrado por la sangre el Virus de la Idiotez Soberana debería decir algo. Lo siento por los musulmanes y los partidarios del bautizo civil que vean herida su sensibilidad cuando me escuchen masacrar la música por las calles, pero es que eso de cantar villancicos lleva siendo así en este asomo de país desde antes, incluso, de que naciera Rodríguez Zapatero y se cociera el Advenimiento del Laicismo.
Entiendo perfectamente al que aborrece la Navidad y lo único que desea es exiliarse al Yemen, pero aquellos que ponen cara de intolerancia ante cualquier manifestación civil que nazca tangencialmente del hecho religioso y que, además, pretenden que pidamos perdón por gustarnos lo que nos gusta, lo van a tener mal conmigo: pienso cantarles al oído mi repertorio completo. Yo, que no he cantado nunca.
Vean lo que han logrado.
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