ANDRÉS PALMA VALENZUELA PROFESOR DE CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN. UNIVERSIDAD DE GRANADA
IDEAL Granada, 22 de diciembre de 2004
COMO recordaba hace días en este mismo diario F. López Casimiro la reciente etapa constitucional ha generando notables niveles de respeto y tolerancia social. Al hilo de algunas cuestiones de actualidad traía a colación ciertas referencias históricas llegando a establecer un claro paralelismo respecto a la relación existente entre las comunidades mozárabes andalusíes y las circunstancias actuales de la comunidad católica. Como premisa partía el autor de postulados que, históricamente, suscitan sorpresa; circunstancia que me ha llevado a hilvanar algunas reflexiones. Sostener estos axiomas ignorando gran parte de la información contenida en las fuentes, omitiendo documentos y silenciando aspectos del entorno vital de los cristianos que habitaron Al-Andalus hasta el siglo XIII, resulta extraño. Afirmar que en este territorio la tolerancia religiosa fue una constante o que bajo el Islam convivieron pacíficamente judíos, musulmanes y cristianos constituye una simplificación histórica. No es necesario escudriñar demasiado para descubrir una pléyade de autores, posteriores y coetáneos, coincidentes en admitir la ausencia de un verdadero espacio de tolerancia religiosa, cultural y social, consistente y dilatado; sólo se constata la existencia de ciertas iniciativas con escasa continuidad.
Permítasenos recordar algunas referencias de este período sorpresivamente soslayadas en estudios recientes que, desde una intencionalidad sesgada, ignoran aspectos significativos. Partiendo de los datos históricos no es posible hablar de convivencia pacífica. En todo caso, cabría señalar una coexistencia interesada, inevitable y difícil, entre hispano romanos, visigodos, judíos y la amalgama de gentes venidas del mundo musulmán, siendo el resultado final, al concluir el S. XII, la erradicación del cristianismo, cierta tolerancia hacia los judíos y la consolidación definitiva de una sociedad esencialmente islámica.
Es conocido que hasta el siglo IX predominó una actitud de tolerancia institucional, explicable en primer lugar como útil estrategia ante la falta de control del territorio; circunstancia a la que se unió el interés por mantener unos ingresos significativos derivados de los impuestos que sufragaban en calidad de 'protegidos' los cristianos. Tan abusiva y creciente presión fiscal coadyuvaría a una intensa islamización de la población que hacia el S. XI profesaba la nueva religión en un 80%. Gestada la crisis al inicio del siglo IX, exacerbada desde el 850 con los martirios de Córdoba, la situación llegaría a su cenit en 1085 con los Almorávides. Valga como ejemplo de tal hostilidad una fatua de 1134 del cadí cordobés Ibn al-Hayy, en la que, refiriéndose a los cristianos, se afirma: «No se les debe prestar ninguna caballería, ni ayudarles, a nada porque eso es honrar el politeísmo y cooperar en su incredulidad. El poder público debe prohibírselo». (M. J. Viguera, Vol. 1, 'Granada y su Reino', p.172).
En Granada el mismo Ibn al-Jatib refiere cómo el sultán Yusuf b. Tasufin mandó derribar en 1099 el último templo cristiano, ubicado en las inmediaciones de la Puerta de Elvira. Asimismo dará noticias de la deportación en 1106 de cristianos malagueños al Magreb y del encarcelamiento del obispo de aquella diócesis en 1117. Es también un dato indiscutible el destierro sufrido en 1126 por los mozárabes granadinos a Aragón y al norte de África como represalia a la incursión del Alfonso el Batallador. La suerte de los que permanecieron no fue mejor. Como indica una crónica anónima contemporánea: «en el año 1162 fueron exterminados casi todos Hoy sólo queda de ellos un número muy escaso acostumbrado a nuestro desprecio y humillación» (R. Villa-Real 'Historia de Granada', p. 41)
Baste citar autores de espacios cronológicos y culturales muy diferentes pero coincidentes en los datos relativos a la desdichada suerte de los mozárabes: Ibn al-Jatib, el emir Abd Allah, Dozy, F. J. Simonet, J. Ribera, J. Bosch, M. Sotomayor, A. Domínguez Ortiz, R. Villa-Real, W. Bulliet, V. Lagarder, J. Viguera, P. Guichard y Saenz-Badillos entre otros. Mucho daría de sí un debate sobre la represión de los cristianos cordobeses y la destrucción de su catedral, el exilio de los malagueños, la erradicación del cristianismo granadino o el análisis de la triste suerte de los mozárabes de Sevilla, Mallorca o Valencia. Aunque hubiera momentos de exaltación, no se puede hablar sólo de una reacción fanática de visionarios, incapaces de aceptar la supremacía social y cultural de la civilización musulmana, ni de maquinaciones de espíritus intransigentes incapacitados para asimilar una seductora civilización. Se trató ante todo de defender la propia identidad y su ejercicio en un contexto complejo.
Con las mimbres de esta irreal Arcadia no es posible construir el cesto de una mítica convivencia ni responsabilizar de su desaparición a una parte de la sociedad. Los reduccionismos están fuera de lugar y las responsabilidades se hallan compartidas. Extrapolar consecuencias actuales de una realidad desconocida y manipulada supone una conducta irresponsable.
Volviendo ya a nuestro presente, y en respuesta a las afirmaciones vertidas por López Casimiro, deseo manifestar que en la situación actual no estamos sin más ante un proceso de secularización, loable en muchos aspectos y demandado por el propio Vaticano II. Se trata también de un desarrollo de actitudes laicistas, con visos de intolerancia, respecto a las convicciones de una amplia mayoría social, en demasiadas ocasiones pasiva, que es acosada sistemáticamente mediante la imposición de nuevos paradigmas, utilizando para ello los medios negados al adversario.
En todo caso no estamos ante una queja de un grupo de curas y obispos sino ante un clamor aflorado durante los últimos meses entre amplios sectores de la ciudadanía, incluida una parte importante de votantes del partido gobernante que se confiesan creyentes en un 83%. Somos muchos los que acumulamos ya altas dosis de indignación y, desde el respeto democrático, deseamos ejercer el derecho de reivindicar más consideración respecto a nuestras convicciones.
Estas posturas son tan legítimas como las demás y reclamamos, como hacen otros muchos, que ellas puedan impregnar legítimamente el tejido social en el que se desarrolla nuestra vida. Igual que determinados grupos y plataformas sociales no admiten la restricción de sus principios a la privacidad, consideramos justo no tener que pedir perdón por creer y ser consecuentes con nuestra fe ya que un Estado de Derecho debe garantizar todas las libertades, no sea que se hayan sustituido los principios del denostado nacional catolicismo por los de un decimonónico nacional laicismo. Ser cristiano y católico no puede quedar constreñido al ámbito de la intimidad.
Como ciudadanos, poseemos el derecho a no ser ridiculizados y a ser respetados como personas honorables que buscan una sociedad, justa y cabal. El ser humano es social por antonomasia constituyendo el desarrollo de sus convicciones religiosas un activo legítimo y beneficioso para el conjunto de la sociedad. La Iglesia se halla integrada por mucha gente que día a día ponemos nuestra ilusión y nuestro esfuerzo en la construcción de un mundo mas libre y mas justo. Como recordaba hace pocos días Felipe González en unas declaraciones a un periódico catalán: «la Iglesia es demasiado importante en nuestro espacio español y europeo para que se caiga en la tentación de utilizarla de manera excluyente».
IDEAL Granada, 22 de diciembre de 2004
COMO recordaba hace días en este mismo diario F. López Casimiro la reciente etapa constitucional ha generando notables niveles de respeto y tolerancia social. Al hilo de algunas cuestiones de actualidad traía a colación ciertas referencias históricas llegando a establecer un claro paralelismo respecto a la relación existente entre las comunidades mozárabes andalusíes y las circunstancias actuales de la comunidad católica. Como premisa partía el autor de postulados que, históricamente, suscitan sorpresa; circunstancia que me ha llevado a hilvanar algunas reflexiones. Sostener estos axiomas ignorando gran parte de la información contenida en las fuentes, omitiendo documentos y silenciando aspectos del entorno vital de los cristianos que habitaron Al-Andalus hasta el siglo XIII, resulta extraño. Afirmar que en este territorio la tolerancia religiosa fue una constante o que bajo el Islam convivieron pacíficamente judíos, musulmanes y cristianos constituye una simplificación histórica. No es necesario escudriñar demasiado para descubrir una pléyade de autores, posteriores y coetáneos, coincidentes en admitir la ausencia de un verdadero espacio de tolerancia religiosa, cultural y social, consistente y dilatado; sólo se constata la existencia de ciertas iniciativas con escasa continuidad.
Permítasenos recordar algunas referencias de este período sorpresivamente soslayadas en estudios recientes que, desde una intencionalidad sesgada, ignoran aspectos significativos. Partiendo de los datos históricos no es posible hablar de convivencia pacífica. En todo caso, cabría señalar una coexistencia interesada, inevitable y difícil, entre hispano romanos, visigodos, judíos y la amalgama de gentes venidas del mundo musulmán, siendo el resultado final, al concluir el S. XII, la erradicación del cristianismo, cierta tolerancia hacia los judíos y la consolidación definitiva de una sociedad esencialmente islámica.
Es conocido que hasta el siglo IX predominó una actitud de tolerancia institucional, explicable en primer lugar como útil estrategia ante la falta de control del territorio; circunstancia a la que se unió el interés por mantener unos ingresos significativos derivados de los impuestos que sufragaban en calidad de 'protegidos' los cristianos. Tan abusiva y creciente presión fiscal coadyuvaría a una intensa islamización de la población que hacia el S. XI profesaba la nueva religión en un 80%. Gestada la crisis al inicio del siglo IX, exacerbada desde el 850 con los martirios de Córdoba, la situación llegaría a su cenit en 1085 con los Almorávides. Valga como ejemplo de tal hostilidad una fatua de 1134 del cadí cordobés Ibn al-Hayy, en la que, refiriéndose a los cristianos, se afirma: «No se les debe prestar ninguna caballería, ni ayudarles, a nada porque eso es honrar el politeísmo y cooperar en su incredulidad. El poder público debe prohibírselo». (M. J. Viguera, Vol. 1, 'Granada y su Reino', p.172).
En Granada el mismo Ibn al-Jatib refiere cómo el sultán Yusuf b. Tasufin mandó derribar en 1099 el último templo cristiano, ubicado en las inmediaciones de la Puerta de Elvira. Asimismo dará noticias de la deportación en 1106 de cristianos malagueños al Magreb y del encarcelamiento del obispo de aquella diócesis en 1117. Es también un dato indiscutible el destierro sufrido en 1126 por los mozárabes granadinos a Aragón y al norte de África como represalia a la incursión del Alfonso el Batallador. La suerte de los que permanecieron no fue mejor. Como indica una crónica anónima contemporánea: «en el año 1162 fueron exterminados casi todos Hoy sólo queda de ellos un número muy escaso acostumbrado a nuestro desprecio y humillación» (R. Villa-Real 'Historia de Granada', p. 41)
Baste citar autores de espacios cronológicos y culturales muy diferentes pero coincidentes en los datos relativos a la desdichada suerte de los mozárabes: Ibn al-Jatib, el emir Abd Allah, Dozy, F. J. Simonet, J. Ribera, J. Bosch, M. Sotomayor, A. Domínguez Ortiz, R. Villa-Real, W. Bulliet, V. Lagarder, J. Viguera, P. Guichard y Saenz-Badillos entre otros. Mucho daría de sí un debate sobre la represión de los cristianos cordobeses y la destrucción de su catedral, el exilio de los malagueños, la erradicación del cristianismo granadino o el análisis de la triste suerte de los mozárabes de Sevilla, Mallorca o Valencia. Aunque hubiera momentos de exaltación, no se puede hablar sólo de una reacción fanática de visionarios, incapaces de aceptar la supremacía social y cultural de la civilización musulmana, ni de maquinaciones de espíritus intransigentes incapacitados para asimilar una seductora civilización. Se trató ante todo de defender la propia identidad y su ejercicio en un contexto complejo.
Con las mimbres de esta irreal Arcadia no es posible construir el cesto de una mítica convivencia ni responsabilizar de su desaparición a una parte de la sociedad. Los reduccionismos están fuera de lugar y las responsabilidades se hallan compartidas. Extrapolar consecuencias actuales de una realidad desconocida y manipulada supone una conducta irresponsable.
Volviendo ya a nuestro presente, y en respuesta a las afirmaciones vertidas por López Casimiro, deseo manifestar que en la situación actual no estamos sin más ante un proceso de secularización, loable en muchos aspectos y demandado por el propio Vaticano II. Se trata también de un desarrollo de actitudes laicistas, con visos de intolerancia, respecto a las convicciones de una amplia mayoría social, en demasiadas ocasiones pasiva, que es acosada sistemáticamente mediante la imposición de nuevos paradigmas, utilizando para ello los medios negados al adversario.
En todo caso no estamos ante una queja de un grupo de curas y obispos sino ante un clamor aflorado durante los últimos meses entre amplios sectores de la ciudadanía, incluida una parte importante de votantes del partido gobernante que se confiesan creyentes en un 83%. Somos muchos los que acumulamos ya altas dosis de indignación y, desde el respeto democrático, deseamos ejercer el derecho de reivindicar más consideración respecto a nuestras convicciones.
Estas posturas son tan legítimas como las demás y reclamamos, como hacen otros muchos, que ellas puedan impregnar legítimamente el tejido social en el que se desarrolla nuestra vida. Igual que determinados grupos y plataformas sociales no admiten la restricción de sus principios a la privacidad, consideramos justo no tener que pedir perdón por creer y ser consecuentes con nuestra fe ya que un Estado de Derecho debe garantizar todas las libertades, no sea que se hayan sustituido los principios del denostado nacional catolicismo por los de un decimonónico nacional laicismo. Ser cristiano y católico no puede quedar constreñido al ámbito de la intimidad.
Como ciudadanos, poseemos el derecho a no ser ridiculizados y a ser respetados como personas honorables que buscan una sociedad, justa y cabal. El ser humano es social por antonomasia constituyendo el desarrollo de sus convicciones religiosas un activo legítimo y beneficioso para el conjunto de la sociedad. La Iglesia se halla integrada por mucha gente que día a día ponemos nuestra ilusión y nuestro esfuerzo en la construcción de un mundo mas libre y mas justo. Como recordaba hace pocos días Felipe González en unas declaraciones a un periódico catalán: «la Iglesia es demasiado importante en nuestro espacio español y europeo para que se caiga en la tentación de utilizarla de manera excluyente».
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