Andrés Ollero Tassara. Catedrático Universidad Rey Juan Carlos
www.analisisdigital.com, Viernes, 29 de Abril de 2005
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Los alumnos de primer curso de Derecho saben bien que el positivismo jurídico se caracteriza por la tajante separación entre derecho y moral. Ello supone no sólo que ningún contenido moral tenga por tal motivo derecho a ser jurídico (valga el juego de palabras), sino también que el hecho de que la ley diga o deje de decir algo no nos afecta moralmente en absoluto (afirmación que ni Aristóteles ni Santo Tomás suscribirían con tanta desenvoltura). Lo que resulta ridículo es asumir con embeleso lo primero y negar lo segundo.No lo hizo nuestro más prestigioso positivista: Felipe González Vicén. En su interesante estudio "La obediencia al derecho" deja bien claro que, a su juicio, no hay razón alguna para sentirse obligado moralmente a obedecer la ley, por el mero hecho de serla; aunque sí habrá muchos motivos para sentirse moralmente obligado a desobedecerla. Por si alguien no muy leído -haberlos entre los políticos haylos- se escandaliza, aclara el alcance de su afirmación: "la limitación de la obediencia al derecho por la decisión ética individual significa el intento de salvar, siquiera negativamente y de modo esporádico, una mínima parcela de sentido humano en un orden social destinado en sí al mantenimiento y aseguración de relaciones de poder. Este es el sentido que tiene en las modernas constituciones la inviolabilidad de la libertad de conciencia".El mismo Norberto Bobbio, al que más de uno enarbola como bandera sin llegarle moralmente a los zancajos, dejó claro que se consideraba doblemente positivista: por su teoría de la ciencia o modo de acercarse al derecho y por su teoría jurídica, según la cual sólo es derecho el derecho positivo. Rechazó, sin embargo, siempre lo que llamó "positivismo ideológico"; es decir, la para él peregrina idea de que exista obligación moral de obedecer al derecho positivo por el mero hecho haber sido puesto por el legitimado para ello.Da pena tener que recordar aspectos tan elementales a quienes legítimamente nos gobiernan. Por supuesto para gobernar no es preciso saber de todo; ni siquiera de aquello de lo que se habla. Pero si no se quiere erosionar en la práctica la legitimidad democráticamente adquirida resulta aconsejable no hacer el ridículo ante el pueblo, pontificando inquisitorialmente en nombre de la libertad.A más de uno le iría bien plantearse si no va siendo hora de reflexionar sobre cómo demonios se puede defender la existencia de derechos "humanos", si derecho es sólo lo que dice el que manda, o cómo se puede separar derecho y moral para a continuación enviar al infierno civil a quien se atreva a discrepar moralmente de un mandato legal. Los políticos deberían marcarse un día sabático para leer un poco; les alimentaría un sano sentido del ridículo.
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