Por Juan Manuel DE PRADA/ABC 28 de mayo de 2005
Las patologías sexuales hallan su caldo de cultivo en ambientes sociales que favorecen la represión de la sexualidad (esto es comúnmente aceptado); también en aquellos que estimulan su hipertrofia, multiplicando hasta la saturación los mensajes libidinosos y promoviendo la práctica de una sexualidad liberada de cortapisas. Naturalmente, formular esta segunda posibilidad nos convierte inmediatamente en reaccionarios, pues la sociedad contemporánea se siente muy cómoda y feliz convertida en un perro de Paulov que responde sin rebozo a cualquier estímulo sexual. Pero mientras no aceptemos que la sexualidad humana es una fuerza arrasadora que exige diques y contenciones, los casos de pederastia y de otras aberraciones sexuales se multiplicarán en progresión geométrica. Una vez detectados, podremos castigarlos con severidad; pero el castigo nunca bastará para erradicar una enfermedad social que, en sus manifestaciones más morbosas, puede llegar a pisotear lo más sagrado.
Hasta que no entendamos que la sexualidad debe ser encauzada hacia manifestaciones sanas, controladas y responsables, seguiremos padeciendo estos sobresaltos. La sexualidad humana, cuando se permite que campe por sus fueros, acaba aspirando a nuevos finisterres imaginativos que hasta entonces le han sido vedados. Pensemos, por ejemplo, en la multitud de programas televisivos que hacen de la incitación sexual motivo recurrente, so capa de un entretenimiento desinhibido o -lo que aún resulta más sórdido- de una divulgación educativa. El espectador asiduo de estos programas, abrumado por el despliegue de reclamos eróticos, se convierte sin saberlo en un salido chorreante de flujos y deseoso de poner en práctica las enseñanzas que acaba de recibir. Enseñanzas que, por supuesto, parten siempre de la misma premisa: «En sexo todo está permitido, siempre que la otra parte consienta». Como la búsqueda de ese consentimiento suele ser ardua, casi irrealizable, el espectador de estos programas se queda con la cantinela permisiva. Uno de los pederastas recientemente detenido acaba de reconocerse «incapaz de mantener relaciones con adultos»; inevitablemente, al toparse con este obstáculo insalvable, el torrente desatado de su sexualidad ha buscado el desaguadero del sexo infantil. A los niños ni siquiera hace falta pedirles permiso.
Desengañémonos: mientras aceptemos con pasivo deleite nuestro papel de perros de Paulov ante la incitación sexual, no hará sino crecer abrumadoramente el número de las patologías sexuales.
Las patologías sexuales hallan su caldo de cultivo en ambientes sociales que favorecen la represión de la sexualidad (esto es comúnmente aceptado); también en aquellos que estimulan su hipertrofia, multiplicando hasta la saturación los mensajes libidinosos y promoviendo la práctica de una sexualidad liberada de cortapisas. Naturalmente, formular esta segunda posibilidad nos convierte inmediatamente en reaccionarios, pues la sociedad contemporánea se siente muy cómoda y feliz convertida en un perro de Paulov que responde sin rebozo a cualquier estímulo sexual. Pero mientras no aceptemos que la sexualidad humana es una fuerza arrasadora que exige diques y contenciones, los casos de pederastia y de otras aberraciones sexuales se multiplicarán en progresión geométrica. Una vez detectados, podremos castigarlos con severidad; pero el castigo nunca bastará para erradicar una enfermedad social que, en sus manifestaciones más morbosas, puede llegar a pisotear lo más sagrado.
Hasta que no entendamos que la sexualidad debe ser encauzada hacia manifestaciones sanas, controladas y responsables, seguiremos padeciendo estos sobresaltos. La sexualidad humana, cuando se permite que campe por sus fueros, acaba aspirando a nuevos finisterres imaginativos que hasta entonces le han sido vedados. Pensemos, por ejemplo, en la multitud de programas televisivos que hacen de la incitación sexual motivo recurrente, so capa de un entretenimiento desinhibido o -lo que aún resulta más sórdido- de una divulgación educativa. El espectador asiduo de estos programas, abrumado por el despliegue de reclamos eróticos, se convierte sin saberlo en un salido chorreante de flujos y deseoso de poner en práctica las enseñanzas que acaba de recibir. Enseñanzas que, por supuesto, parten siempre de la misma premisa: «En sexo todo está permitido, siempre que la otra parte consienta». Como la búsqueda de ese consentimiento suele ser ardua, casi irrealizable, el espectador de estos programas se queda con la cantinela permisiva. Uno de los pederastas recientemente detenido acaba de reconocerse «incapaz de mantener relaciones con adultos»; inevitablemente, al toparse con este obstáculo insalvable, el torrente desatado de su sexualidad ha buscado el desaguadero del sexo infantil. A los niños ni siquiera hace falta pedirles permiso.
Desengañémonos: mientras aceptemos con pasivo deleite nuestro papel de perros de Paulov ante la incitación sexual, no hará sino crecer abrumadoramente el número de las patologías sexuales.
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