Manuel Bustos Rodríguez. Catedrático de Historia moderna de la Universidad de Cádiz GRANADA HOY, 8 de junio de 2005
LOS perniciosos efectos de la Revolución Industrial han llevado a la comunidad internacional a tomar conciencia del grave problema ecológico que se cierne sobre nuestro planeta. Con independencia de la ideología política o de la creencia, pienso que ya nadie en su sano juicio negaría la necesidad de que nos tomemos este tema en serio. Las divergencias pueden venir de las medidas a aplicar, los orígenes del problema y el verdadero alcance del mismo, pero sobre lo fundamental apenas hay discrepancia. Esto significa creer firmemente que la Tierra que nos da cobijo debe de ser tratada con respeto, tomando en consideración sus propias leyes intrínsecas. Hace décadas no se pensaba así.
Hoy no hay, sin embargo, una conciencia paralela en lo que se refiere al ser humano, donde todavía seguimos empeñados en que podemos manipularlo biológica y psicológicamente a nuestro arbitrio. Mientras el tema ecológico en general parece haber entrado en una fase de desideologización, el relativo a la ecología humana continúa siendo todavía instrumento de viejas y nuevas ideologías, que lo han tomado como centro de sus propuestas, ahora que la igualdad social o los temas económicos apenas venden. A partir de ahí, ya sólo faltaba un Gobierno que las abandere y unos ingredientes culturales favorables posmodernos, para que el cóctel esté servido. Y esto es lo que ha ocurrido ya en nuestra malhadada España.
George Orwell decía que "nos hemos sumergido hasta una profundidad en que el replanteamiento de lo obvio es el primer deber de los hombres inteligentes". El texto, como tantos otros de este autor nada sospechoso de ser un meapila, ha resultado profético. Aplicado a los pasos que el Gobierno está dando con respecto a las parejas de homosexuales, la clonación, la manipulación de embriones, el aborto y, próximamente, la eutanasia, y a sus consecuencias a medio y largo plazo, parece hoy más necesario que nunca hacer uso del revolucionario sentido común para denunciar esta forma de suicidio. Es ésta una tarea prioritaria que incumbe en la actualidad a intelectuales, científicos, pedagogos y hombres de buena voluntad en general, con independencia de sus creencias y posición política, aunque los poderes no nos escuchen.
Tal es lo que ha hecho ya la Iglesia, experta en humanidad, con voz profética, por medio de sus obispos. No se trata, pues, de que defiendan ningún tipo de privilegio propio (¿qué privilegio supone el ir a contracorriente?), ni ninguna visión casposa acerca del hombre, ni tan siquiera de proponer una antropología católica. Lo que los prelados españoles están haciendo no es sino utilizar el sentido común en temas que competen a la ecología humana. Cualquier hombre no enajenado o ciego de un trasnochado anticlericalismo, y con una mínima sensibilidad, podría defender sus observaciones como cosa propia.
Se trata de proclamar en voz alta (el tiempo nos dará la razón), en todos los foros posibles, varias cosas elementales, obvias. La primera, que si no nos reproducimos (o, cínicamente, pasamos la responsabilidad de ello a los emigrantes), nos quedamos sin especie humana. Segunda, que debemos hacerlo preferentemente por vías naturales; es decir, las mismas que ha utilizado toda civilización desde que tenemos conciencia del tiempo. Para ello, debemos considerar como natural la existencia de dos sexos diferenciados, así como su unión estable en el verdadero matrimonio, dándole su lugar y dejándonos de proponer a la sociedad aventuras familiares fundamentadas en subjetividades ideológicas. Tercero, no manipular por activa o por pasiva de forma irreversible la vida, interrumpiendo su ciclo natural con variopintos pretextos y lenguajes equívocos, dejando el darla o quitarla al albedrío del Parlamento de turno (como si algo tan importante dependiese de las mayorías).
Si no tomamos estos principios en consideración, el tiempo, no tengamos la más mínima duda de ello, no tardará en pasarnos factura. Y este pasar factura no será sólo a los políticos actuales, sino a nuestros hijos y descendientes: María, Pedro, Pepe, Joan, Tamara o Virginia, como si de un nuevo pecado original similar al de Adán y Eva en el Paraíso se tratara, pues todos ellos se verán salpicados por el antiecologismo de sus predecesores, es decir, nosotros, los hombres y mujeres de 2005. Agradezcamos que los obispos den una vez más por el hombre la cara, en un tema tan vital para él como éste. El tiempo y la Historia se lo agradecerán.
Hoy no hay, sin embargo, una conciencia paralela en lo que se refiere al ser humano, donde todavía seguimos empeñados en que podemos manipularlo biológica y psicológicamente a nuestro arbitrio. Mientras el tema ecológico en general parece haber entrado en una fase de desideologización, el relativo a la ecología humana continúa siendo todavía instrumento de viejas y nuevas ideologías, que lo han tomado como centro de sus propuestas, ahora que la igualdad social o los temas económicos apenas venden. A partir de ahí, ya sólo faltaba un Gobierno que las abandere y unos ingredientes culturales favorables posmodernos, para que el cóctel esté servido. Y esto es lo que ha ocurrido ya en nuestra malhadada España.
George Orwell decía que "nos hemos sumergido hasta una profundidad en que el replanteamiento de lo obvio es el primer deber de los hombres inteligentes". El texto, como tantos otros de este autor nada sospechoso de ser un meapila, ha resultado profético. Aplicado a los pasos que el Gobierno está dando con respecto a las parejas de homosexuales, la clonación, la manipulación de embriones, el aborto y, próximamente, la eutanasia, y a sus consecuencias a medio y largo plazo, parece hoy más necesario que nunca hacer uso del revolucionario sentido común para denunciar esta forma de suicidio. Es ésta una tarea prioritaria que incumbe en la actualidad a intelectuales, científicos, pedagogos y hombres de buena voluntad en general, con independencia de sus creencias y posición política, aunque los poderes no nos escuchen.
Tal es lo que ha hecho ya la Iglesia, experta en humanidad, con voz profética, por medio de sus obispos. No se trata, pues, de que defiendan ningún tipo de privilegio propio (¿qué privilegio supone el ir a contracorriente?), ni ninguna visión casposa acerca del hombre, ni tan siquiera de proponer una antropología católica. Lo que los prelados españoles están haciendo no es sino utilizar el sentido común en temas que competen a la ecología humana. Cualquier hombre no enajenado o ciego de un trasnochado anticlericalismo, y con una mínima sensibilidad, podría defender sus observaciones como cosa propia.
Se trata de proclamar en voz alta (el tiempo nos dará la razón), en todos los foros posibles, varias cosas elementales, obvias. La primera, que si no nos reproducimos (o, cínicamente, pasamos la responsabilidad de ello a los emigrantes), nos quedamos sin especie humana. Segunda, que debemos hacerlo preferentemente por vías naturales; es decir, las mismas que ha utilizado toda civilización desde que tenemos conciencia del tiempo. Para ello, debemos considerar como natural la existencia de dos sexos diferenciados, así como su unión estable en el verdadero matrimonio, dándole su lugar y dejándonos de proponer a la sociedad aventuras familiares fundamentadas en subjetividades ideológicas. Tercero, no manipular por activa o por pasiva de forma irreversible la vida, interrumpiendo su ciclo natural con variopintos pretextos y lenguajes equívocos, dejando el darla o quitarla al albedrío del Parlamento de turno (como si algo tan importante dependiese de las mayorías).
Si no tomamos estos principios en consideración, el tiempo, no tengamos la más mínima duda de ello, no tardará en pasarnos factura. Y este pasar factura no será sólo a los políticos actuales, sino a nuestros hijos y descendientes: María, Pedro, Pepe, Joan, Tamara o Virginia, como si de un nuevo pecado original similar al de Adán y Eva en el Paraíso se tratara, pues todos ellos se verán salpicados por el antiecologismo de sus predecesores, es decir, nosotros, los hombres y mujeres de 2005. Agradezcamos que los obispos den una vez más por el hombre la cara, en un tema tan vital para él como éste. El tiempo y la Historia se lo agradecerán.
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