ÁLVARO DELGADO-GAL/ABC 1 de mayo de 2005
La aprobación por el Congreso del matrimonio homosexual ha devuelto vigor y actualidad a un asunto que desconcierta a muchos y apasiona a todos. Celia Villalobos, diputada por el PP, ha roto la disciplina de partido y ha votado la ley afirmativamente. Por el lado opuesto nos encontramos también con disidencias, ahora de signo inverso. Verbigracia, la de Francisco Vázquez, alcalde socialista de La Coruña.
Un antropólogo marciano que hubiese aterrizado de pronto en nuestro planeta,... inferiría de todo esto que existe un conflicto profundo, y que los parciales de uno y otro bando saben perfectamente las razones por las que se hallan enfrentados. Pero saldría chasqueado, porque no se está oyendo nada de sustancia. Permítanme que acuda primero al runrún que llega desde la izquierda.
La postura progresista está bien resumida por Zapatero. Hace unos días, el Presidente miró a los ojos a no sé quién y le espetó algo que suena más o menos como sigue: «¿Tendría usted corazón para negar a los homosexuales la igualdad de derechos?». La escena es convincente, cinematográficamente hablando. Es incluso intimidante. ¿Cómo negar, en efecto, la igualdad de derechos a un colectivo víctima durante siglos del prejuicio social? Pero, ¡cuidado! En contra de lo que se dice, no es verdad que una imagen valga por mil palabras. Las imágenes fascinan, no razonan, y con frecuencia son peor que nada. En orden a comprobar este punto, repitamos la escena. Un gobierno, el que fuere, ha propuesto una ley que permite el matrimonio entre hermanos. El presidente fija sus pupilas en las pupilas de su antagonista, y le espeta: «¿Tendría usted corazón para negar a los hermanos la igualdad de derechos?».
La respuesta es que sí, y con fundamento. Los hermanos no deben casarse por motivos múltiples, en los que no voy a entrar aquí. ¿Viola ello la igualdad de derechos? Quien se formule la cuestión en términos de igualdad de derechos, y no vaya más allá, está evidenciando que desconoce por completo de qué va el negocio. El ejercicio de un derecho en condiciones de igualdad no es un principio que quepa entender en términos abstractos. El principio sólo cobra sentido cuando se incrusta en un contexto determinado. Sucede esto, por ejemplo, con la propiedad. La igualdad de derechos en el uso de la propiedad garantiza ciertas cosas, no otras. No garantiza que un bebé huérfano y heredero pueda disponer libremente de su propiedad. O que el accionista mayoritario de una central nuclear esté autorizado a disponer de la central como de una tarta de cumpleaños, que se puede dividir o trocear sin que pase nada. El principio igualitario, desanclado de otras consideraciones, es pura declamación, cuando no pura demagogia.
Estas reflexiones deberían colocar el testigo en manos de quienes censuran el matrimonio homosexual. Los opuestos al matrimonio homosexual tendrían la oportunidad de explicar su concepción del matrimonio, y las consideraciones que en vista de esa concepción desaconsejan que puedan casarse entre sí personas del mismo sexo. Lo sorprendente, es que la facción conservadora no termina de dibujar una estrategia argumentativa eficaz. El marciano de marras constataría que los argumentos más frecuentes son, o circulares, o vacíos. Por poner un ejemplo: Francisco Vázquez ha dicho que el D.R.A.E. define el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer. De acuerdo. Pero si éste es el problema, no hay problema, puesto que nada impide que la Academia de la Lengua, en su próxima edición del diccionario, redefina el matrimonio como la unión entre dos seres humanos, sin que importe su sexo. Muerto el perro, muerta la rabia. Resultaría, al final, que todas las dificultades se han resuelto mediante un arbitrismo lingüístico.
¿Por qué los conservadores argumentan tan mal? La causa reside en el hecho de que no se atreven a enunciar lo que piensan realmente. Lo que de verdad piensan, es que el matrimonio integra la sanción social de un hecho previo y natural: la reproducción. Sin sexos distintos no hay reproducción, y en consecuencia el matrimonio homosexual es una farsa grotesca. Es la negación de la naturaleza lo que irrita al conservador, no la protección legal de uniones que toleraría gustoso mientras no sean equiparadas con las uniones heterosexuales. Pero hablar de lo que es natural choca con los lugares comunes contemporáneos, conforme a los cuales la biología es determinismo, y por lo mismo, algo sospechosamente antidemocrático.
La democracia, en otras palabras, ha declarado la guerra a la naturaleza, a la que enmienda la plana a través del BOE. La situación, en cierto modo, es absurda. Pero es la que es, y la que deja en minoría moral al conservador. De ahí las vacilaciones de éste. De ahí sus circunloquios, y su elocución oblicua y balbuciente.
La aprobación por el Congreso del matrimonio homosexual ha devuelto vigor y actualidad a un asunto que desconcierta a muchos y apasiona a todos. Celia Villalobos, diputada por el PP, ha roto la disciplina de partido y ha votado la ley afirmativamente. Por el lado opuesto nos encontramos también con disidencias, ahora de signo inverso. Verbigracia, la de Francisco Vázquez, alcalde socialista de La Coruña.
Un antropólogo marciano que hubiese aterrizado de pronto en nuestro planeta,... inferiría de todo esto que existe un conflicto profundo, y que los parciales de uno y otro bando saben perfectamente las razones por las que se hallan enfrentados. Pero saldría chasqueado, porque no se está oyendo nada de sustancia. Permítanme que acuda primero al runrún que llega desde la izquierda.
La postura progresista está bien resumida por Zapatero. Hace unos días, el Presidente miró a los ojos a no sé quién y le espetó algo que suena más o menos como sigue: «¿Tendría usted corazón para negar a los homosexuales la igualdad de derechos?». La escena es convincente, cinematográficamente hablando. Es incluso intimidante. ¿Cómo negar, en efecto, la igualdad de derechos a un colectivo víctima durante siglos del prejuicio social? Pero, ¡cuidado! En contra de lo que se dice, no es verdad que una imagen valga por mil palabras. Las imágenes fascinan, no razonan, y con frecuencia son peor que nada. En orden a comprobar este punto, repitamos la escena. Un gobierno, el que fuere, ha propuesto una ley que permite el matrimonio entre hermanos. El presidente fija sus pupilas en las pupilas de su antagonista, y le espeta: «¿Tendría usted corazón para negar a los hermanos la igualdad de derechos?».
La respuesta es que sí, y con fundamento. Los hermanos no deben casarse por motivos múltiples, en los que no voy a entrar aquí. ¿Viola ello la igualdad de derechos? Quien se formule la cuestión en términos de igualdad de derechos, y no vaya más allá, está evidenciando que desconoce por completo de qué va el negocio. El ejercicio de un derecho en condiciones de igualdad no es un principio que quepa entender en términos abstractos. El principio sólo cobra sentido cuando se incrusta en un contexto determinado. Sucede esto, por ejemplo, con la propiedad. La igualdad de derechos en el uso de la propiedad garantiza ciertas cosas, no otras. No garantiza que un bebé huérfano y heredero pueda disponer libremente de su propiedad. O que el accionista mayoritario de una central nuclear esté autorizado a disponer de la central como de una tarta de cumpleaños, que se puede dividir o trocear sin que pase nada. El principio igualitario, desanclado de otras consideraciones, es pura declamación, cuando no pura demagogia.
Estas reflexiones deberían colocar el testigo en manos de quienes censuran el matrimonio homosexual. Los opuestos al matrimonio homosexual tendrían la oportunidad de explicar su concepción del matrimonio, y las consideraciones que en vista de esa concepción desaconsejan que puedan casarse entre sí personas del mismo sexo. Lo sorprendente, es que la facción conservadora no termina de dibujar una estrategia argumentativa eficaz. El marciano de marras constataría que los argumentos más frecuentes son, o circulares, o vacíos. Por poner un ejemplo: Francisco Vázquez ha dicho que el D.R.A.E. define el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer. De acuerdo. Pero si éste es el problema, no hay problema, puesto que nada impide que la Academia de la Lengua, en su próxima edición del diccionario, redefina el matrimonio como la unión entre dos seres humanos, sin que importe su sexo. Muerto el perro, muerta la rabia. Resultaría, al final, que todas las dificultades se han resuelto mediante un arbitrismo lingüístico.
¿Por qué los conservadores argumentan tan mal? La causa reside en el hecho de que no se atreven a enunciar lo que piensan realmente. Lo que de verdad piensan, es que el matrimonio integra la sanción social de un hecho previo y natural: la reproducción. Sin sexos distintos no hay reproducción, y en consecuencia el matrimonio homosexual es una farsa grotesca. Es la negación de la naturaleza lo que irrita al conservador, no la protección legal de uniones que toleraría gustoso mientras no sean equiparadas con las uniones heterosexuales. Pero hablar de lo que es natural choca con los lugares comunes contemporáneos, conforme a los cuales la biología es determinismo, y por lo mismo, algo sospechosamente antidemocrático.
La democracia, en otras palabras, ha declarado la guerra a la naturaleza, a la que enmienda la plana a través del BOE. La situación, en cierto modo, es absurda. Pero es la que es, y la que deja en minoría moral al conservador. De ahí las vacilaciones de éste. De ahí sus circunloquios, y su elocución oblicua y balbuciente.
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