Hemos anatemizado el nazismo, y está bien; pero lo mismo hay que hacer con el comunismo, tan terrorífico como el anterior, más, pues sigue sojuzgando pueblos y mentes.
El Financial Times (LONDRES, 9 de Mayo de 2005) publica una "carta abierta", firmada por personalidades como la ex disidente Elena Bonner o el artesano de la independencia de Lituania, Vytautas Landsbergis, y que denuncia la "parodia" de la celebración en Moscú de la victoria de 1945.
"A la vez el lugar donde se realizarán las ceremonias (Moscú) y la elección del país anfitrión son completamente inadecuadas, considerando los principios fundamentales en nombre de los cuales se ganó la victoria histórica de la Segunda Guerra mundial", afirman los 71 firmantes.
"Es una paradoja que uno de los regímenes menos democráticos y más represivos de Europa acoja una cita de dirigentes de países libres para celebrar la liberación del continente", indica el texto, publicado por Project on Transitional Democracy, una organización con base en Estados Unidos que busca "acelerar las reformas" en los países del Este y ex soviéticos y "favorecer su integración en las instituciones euroatlánticas".
Publicada por el Financial Times bajo la rúbrica "Publicidad", la carta es firmada en particular por Elena Bonner, una de las célebres disidentes de la época soviética, junto con su fallecido esposo, Andrei Sajarov, Premio Nobel de la Paz.
Como complemento, sugiero la lectura del artículo La primera víctima de la guerra, de Juan Manuel DE PRADA (ABC, 9 de mayo de 2005) y la consulta del imprescindible El libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión, de Stéphane Courtois, Nicolas Werth, Jean-Louis Panné, Andrzej Paczkowski, Karel Bartosek y Jean-Louis Margolin (Planeta-Espasa, 1998).
DECÍA Winston Churchill que la primera víctima de la guerra era la verdad;... lo decía, además, con conocimiento de causa, pues hubo de recurrir con frecuencia a la mentira para proteger la unidad de las potencias aliadas y, sobre todo, para ocultar los crímenes genocidas del régimen soviético. Sesenta años después de la rendición nazi, la verdad sigue siendo pisoteada en alocuciones como la que acaba de proferir el presidente Putin. «Nuestro pueblo -ha afirmado sin rebozo- no sólo defendió a su patria, sino que también liberó a otros once países europeos». La frase no sólo denota una complacencia en la mentira; también presupone una consideración benéfica del comunismo como fuerza liberadora que uno ya creía periclitada a estas alturas. Mucho más ajustado a la verdad, Bush acaba de recordar en Riga que «los acuerdos de Yalta constituyeron uno de los grandes errores de la historia». Nadie puede negar que el concurso soviético fue definitivo para derrotar a Hitler; pero, ante la orgía de celebraciones que conmemoran aquella derrota, deberíamos preguntarnos: «¿Qué victoria se celebra?». Pues si se celebra la victoria de la democracia sobre los totalitarismos, el escenario elegido -la Plaza Roja de Moscú- no nos parece el más idóneo; si se celebra la victoria sobre el régimen nazi, ¿debemos incluir en los fastos la «liberación» de esos países que quedaron en la órbita soviética?
Convendría que se recordara que el régimen soviético mantuvo, durante los primeros años de la contienda, una connivencia sórdida con el nazismo. No se limitó, como los Estados Unidos, a ser un espectador más o menos melindroso de la conquista fulgurante del continente europeo. Stalin pactó con Hitler el reparto de Polonia y alojó en sus campos de concentración a cuarenta mil oficiales y suboficiales del ejército polaco, a los que despacharía con el muy sumario procedimiento comunista del tiro en la nuca (el mismo, por cierto, empleado en Paracuellos del Jarama). Sólo cuando Hitler, en plena borrachera de triunfos, decide invadir la Unión Soviética, Stalin se suma a los aliados. Lo hace, por supuesto, con el característico desprecio por el género humano que impulsaba su ideología (recordemos su célebre frase: «Un muerto es una tragedia, un millón de muertos pura estadística»). Sin ese desprecio olímpico por las víctimas (que incluía a sus compatriotas, o mejor dicho esclavos) no puede entenderse cabalmente la abultada mortandad soviética durante la Segunda Guerra Mundial: Stalin mandaba batallones de soldados prácticamente desarmados a combatir al invasor, para que actuasen como parapeto ante su avance; y, no contento con ello, disponía en retaguardia batallones de exterminio perfectamente equipados, con la encomienda de que liquidasen a los supervivientes derrotados, a quienes consideraba cobardes e indignos. Varios millones de soldados rusos murieron de esta guisa, a manos de sus conmilitones. Naturalmente, el ejército soviético, que soportaba además del encarnizado combate con el enemigo las represalias crudelísimas de su propio mando, acabaría convirtiéndose en una horda de alimañas sin honor que descargaba su furia masacrando a la población civil inerme o violando a más de dos millones de mujeres alemanas. En la Conferencia de Yalta, los aliados no sólo se avinieron a silenciar estas atrocidades; acoquinados ante el formidable despliegue de fuerza soviético, decidieron entregarle al padrecito Stalin media Europa, para que siguiera ejercitando su olímpico desprecio hacia el género humano, sólo comparable al de Hitler.
Ojalá las conmemoraciones que ahora se celebran sirvieran también para desenterrar el cadáver de la verdad, primera víctima de todas las guerras.
Libros en torno a un tema
El terror comunista
Lo que realmente ocurría en los países comunistas fue durante decenios casi un secreto oculto tras el telón de acero. Algunas noticias llegaron a Occidente, por ejemplo con la publicación de Un día en la vida de Iván Denísovich, de Alexander Solzhenitsin, en 1962, aprovechando una primera y tímida perestroika en la época de Jrushchov, pronto frustrada con la llegada de Brezhnev al poder en 1964.
Más tarde apareció Archipiélago Gulag (1973), que ahora se reedita (1). Este nuevo testimonio de Solzhenitsin sobre el terror comunista en la URSS se convirtió en todo un símbolo, a pesar de los esfuerzos de una parte de la intelectualidad europea de izquierdas por desacreditar al premio Nobel de Literatura de 1970. Pero su alegato fue implacable y sacó a la luz lo que se presumía pero casi nadie decía: la existencia y la crueldad de los campos de prisioneros soviéticos, en los que el autor pasó ocho años, y donde pudo comprobar la estrategia del horror y la pedagogía de la humillación y de la despersonalización que caracterizaron al Gulag.
En esta misma línea y avanzando todavía más en la exploración de las atrocidades que puede cometer –y sufrir– un ser humano, se desarrolla la existencia y la obra de Varlam Shalámov, antiguo trotskista, víctima de las purgas de los años treinta. Shalámov conoció, entre otros lugares, Kolymá, una perdida aldea en el extremo oriental de Siberia, donde pasó diecisiete años, para encontrarse a su regreso a casa, en 1954, con que su mujer y su hija le despreciaban por considerarlo enemigo del régimen. Solo y enfermo, quiso dejar testimonio escrito de todo lo vivido en unas narraciones terribles, angustiosas, pero a la vez sobrias, realistas... y hermosas, si no fuera por la desesperanza que las empapa y que hace de Relatos de Kolymá una obra todavía más dura que Archipiélago Gulag, si bien mucho menos conocida. Traducida al francés hace casi veinte años, se ha publicado ahora en español (2).
En uno de estos breves relatos, el autor se expresa así: "Murió Derfel. Un comunista francés... Además del hambre y del frío, Derfel sufría moralmente: no se quería creer que él, un miembro de la Komintern, había ido a parar aquí, a un penal soviético. Y su horror hubiera sido menor si hubiera comprobado que no era el único en aquella situación... todos los demás con quienes había llegado al lugar, con quienes vivía y con quienes se estaba muriendo eran iguales que él... Un día el jefe de la brigada le dio un golpe, un simple puñetazo, sin más, para como quien dice mantener el orden, pero Derfel cayó al suelo y ya no se levantó. Murió de los primeros, fue de los más afortunados".
A modo de balance de la catástrofe comunista, apareció a finales del pasado año en Francia y se ha publicado hace poco en España El libro negro del comunismo (3). En él, sus autores, prestigiosos historiadores del Partido Comunista, y algunos de ellos antiguos militantes, exploran archivos no utilizados hasta ahora. Fruto del estudio de los documentos encontrados, así como de la utilización de otros materiales, consiguen hacer de esta obra una referencia imprescindible para entender la segunda mitad del siglo XX. Se trata, como ha llegado a decir algún crítico, de "guiar al lector por ese laberinto de terror, y levantar el primer plano global de sus diferentes estancias".
Los cien millones de muertos que trajo consigo la utopía leninista son un argumento nada despreciable para intentar poner en su sitio –y sacar las oportunas consecuencias– a esta ideología que se ha extendido, a lo largo de este siglo que termina, por prácticamente todos los continentes.
Donato Barba Prieto
_________________________
(1) Alexander Solzhenitsin. Archipiélago Gulag. Tusquets. Barcelona (1998). 824 págs. 3.900 ptas. Traducción: Enrique Fernández Vernet y Josep Mª Güell.
(2) Varlam Shalámov. Relatos de Kolymá. Mondadori. Madrid (1997). 510 págs. 3.300 ptas. Traducción: Ricardo San Vicente.
(3) Stéphane Courtois, Nicolas Werth, Jean-Louis Panné, Andrzej Paczkowski, Karel Bartosek, Jean-Louis Margolin. El libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión. Planeta-Espasa. Barcelona-Madrid (1998). 865 págs. 3.400 ptas. T.o.: Le livre noir du communisme. Crimes, terreur, repression. Laffont. París (1997). Varios traductores.
"A la vez el lugar donde se realizarán las ceremonias (Moscú) y la elección del país anfitrión son completamente inadecuadas, considerando los principios fundamentales en nombre de los cuales se ganó la victoria histórica de la Segunda Guerra mundial", afirman los 71 firmantes.
"Es una paradoja que uno de los regímenes menos democráticos y más represivos de Europa acoja una cita de dirigentes de países libres para celebrar la liberación del continente", indica el texto, publicado por Project on Transitional Democracy, una organización con base en Estados Unidos que busca "acelerar las reformas" en los países del Este y ex soviéticos y "favorecer su integración en las instituciones euroatlánticas".
Publicada por el Financial Times bajo la rúbrica "Publicidad", la carta es firmada en particular por Elena Bonner, una de las célebres disidentes de la época soviética, junto con su fallecido esposo, Andrei Sajarov, Premio Nobel de la Paz.
Como complemento, sugiero la lectura del artículo La primera víctima de la guerra, de Juan Manuel DE PRADA (ABC, 9 de mayo de 2005) y la consulta del imprescindible El libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión, de Stéphane Courtois, Nicolas Werth, Jean-Louis Panné, Andrzej Paczkowski, Karel Bartosek y Jean-Louis Margolin (Planeta-Espasa, 1998).
DECÍA Winston Churchill que la primera víctima de la guerra era la verdad;... lo decía, además, con conocimiento de causa, pues hubo de recurrir con frecuencia a la mentira para proteger la unidad de las potencias aliadas y, sobre todo, para ocultar los crímenes genocidas del régimen soviético. Sesenta años después de la rendición nazi, la verdad sigue siendo pisoteada en alocuciones como la que acaba de proferir el presidente Putin. «Nuestro pueblo -ha afirmado sin rebozo- no sólo defendió a su patria, sino que también liberó a otros once países europeos». La frase no sólo denota una complacencia en la mentira; también presupone una consideración benéfica del comunismo como fuerza liberadora que uno ya creía periclitada a estas alturas. Mucho más ajustado a la verdad, Bush acaba de recordar en Riga que «los acuerdos de Yalta constituyeron uno de los grandes errores de la historia». Nadie puede negar que el concurso soviético fue definitivo para derrotar a Hitler; pero, ante la orgía de celebraciones que conmemoran aquella derrota, deberíamos preguntarnos: «¿Qué victoria se celebra?». Pues si se celebra la victoria de la democracia sobre los totalitarismos, el escenario elegido -la Plaza Roja de Moscú- no nos parece el más idóneo; si se celebra la victoria sobre el régimen nazi, ¿debemos incluir en los fastos la «liberación» de esos países que quedaron en la órbita soviética?
Convendría que se recordara que el régimen soviético mantuvo, durante los primeros años de la contienda, una connivencia sórdida con el nazismo. No se limitó, como los Estados Unidos, a ser un espectador más o menos melindroso de la conquista fulgurante del continente europeo. Stalin pactó con Hitler el reparto de Polonia y alojó en sus campos de concentración a cuarenta mil oficiales y suboficiales del ejército polaco, a los que despacharía con el muy sumario procedimiento comunista del tiro en la nuca (el mismo, por cierto, empleado en Paracuellos del Jarama). Sólo cuando Hitler, en plena borrachera de triunfos, decide invadir la Unión Soviética, Stalin se suma a los aliados. Lo hace, por supuesto, con el característico desprecio por el género humano que impulsaba su ideología (recordemos su célebre frase: «Un muerto es una tragedia, un millón de muertos pura estadística»). Sin ese desprecio olímpico por las víctimas (que incluía a sus compatriotas, o mejor dicho esclavos) no puede entenderse cabalmente la abultada mortandad soviética durante la Segunda Guerra Mundial: Stalin mandaba batallones de soldados prácticamente desarmados a combatir al invasor, para que actuasen como parapeto ante su avance; y, no contento con ello, disponía en retaguardia batallones de exterminio perfectamente equipados, con la encomienda de que liquidasen a los supervivientes derrotados, a quienes consideraba cobardes e indignos. Varios millones de soldados rusos murieron de esta guisa, a manos de sus conmilitones. Naturalmente, el ejército soviético, que soportaba además del encarnizado combate con el enemigo las represalias crudelísimas de su propio mando, acabaría convirtiéndose en una horda de alimañas sin honor que descargaba su furia masacrando a la población civil inerme o violando a más de dos millones de mujeres alemanas. En la Conferencia de Yalta, los aliados no sólo se avinieron a silenciar estas atrocidades; acoquinados ante el formidable despliegue de fuerza soviético, decidieron entregarle al padrecito Stalin media Europa, para que siguiera ejercitando su olímpico desprecio hacia el género humano, sólo comparable al de Hitler.
Ojalá las conmemoraciones que ahora se celebran sirvieran también para desenterrar el cadáver de la verdad, primera víctima de todas las guerras.
Libros en torno a un tema
El terror comunista
Lo que realmente ocurría en los países comunistas fue durante decenios casi un secreto oculto tras el telón de acero. Algunas noticias llegaron a Occidente, por ejemplo con la publicación de Un día en la vida de Iván Denísovich, de Alexander Solzhenitsin, en 1962, aprovechando una primera y tímida perestroika en la época de Jrushchov, pronto frustrada con la llegada de Brezhnev al poder en 1964.
Más tarde apareció Archipiélago Gulag (1973), que ahora se reedita (1). Este nuevo testimonio de Solzhenitsin sobre el terror comunista en la URSS se convirtió en todo un símbolo, a pesar de los esfuerzos de una parte de la intelectualidad europea de izquierdas por desacreditar al premio Nobel de Literatura de 1970. Pero su alegato fue implacable y sacó a la luz lo que se presumía pero casi nadie decía: la existencia y la crueldad de los campos de prisioneros soviéticos, en los que el autor pasó ocho años, y donde pudo comprobar la estrategia del horror y la pedagogía de la humillación y de la despersonalización que caracterizaron al Gulag.
En esta misma línea y avanzando todavía más en la exploración de las atrocidades que puede cometer –y sufrir– un ser humano, se desarrolla la existencia y la obra de Varlam Shalámov, antiguo trotskista, víctima de las purgas de los años treinta. Shalámov conoció, entre otros lugares, Kolymá, una perdida aldea en el extremo oriental de Siberia, donde pasó diecisiete años, para encontrarse a su regreso a casa, en 1954, con que su mujer y su hija le despreciaban por considerarlo enemigo del régimen. Solo y enfermo, quiso dejar testimonio escrito de todo lo vivido en unas narraciones terribles, angustiosas, pero a la vez sobrias, realistas... y hermosas, si no fuera por la desesperanza que las empapa y que hace de Relatos de Kolymá una obra todavía más dura que Archipiélago Gulag, si bien mucho menos conocida. Traducida al francés hace casi veinte años, se ha publicado ahora en español (2).
En uno de estos breves relatos, el autor se expresa así: "Murió Derfel. Un comunista francés... Además del hambre y del frío, Derfel sufría moralmente: no se quería creer que él, un miembro de la Komintern, había ido a parar aquí, a un penal soviético. Y su horror hubiera sido menor si hubiera comprobado que no era el único en aquella situación... todos los demás con quienes había llegado al lugar, con quienes vivía y con quienes se estaba muriendo eran iguales que él... Un día el jefe de la brigada le dio un golpe, un simple puñetazo, sin más, para como quien dice mantener el orden, pero Derfel cayó al suelo y ya no se levantó. Murió de los primeros, fue de los más afortunados".
A modo de balance de la catástrofe comunista, apareció a finales del pasado año en Francia y se ha publicado hace poco en España El libro negro del comunismo (3). En él, sus autores, prestigiosos historiadores del Partido Comunista, y algunos de ellos antiguos militantes, exploran archivos no utilizados hasta ahora. Fruto del estudio de los documentos encontrados, así como de la utilización de otros materiales, consiguen hacer de esta obra una referencia imprescindible para entender la segunda mitad del siglo XX. Se trata, como ha llegado a decir algún crítico, de "guiar al lector por ese laberinto de terror, y levantar el primer plano global de sus diferentes estancias".
Los cien millones de muertos que trajo consigo la utopía leninista son un argumento nada despreciable para intentar poner en su sitio –y sacar las oportunas consecuencias– a esta ideología que se ha extendido, a lo largo de este siglo que termina, por prácticamente todos los continentes.
Donato Barba Prieto
_________________________
(1) Alexander Solzhenitsin. Archipiélago Gulag. Tusquets. Barcelona (1998). 824 págs. 3.900 ptas. Traducción: Enrique Fernández Vernet y Josep Mª Güell.
(2) Varlam Shalámov. Relatos de Kolymá. Mondadori. Madrid (1997). 510 págs. 3.300 ptas. Traducción: Ricardo San Vicente.
(3) Stéphane Courtois, Nicolas Werth, Jean-Louis Panné, Andrzej Paczkowski, Karel Bartosek, Jean-Louis Margolin. El libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión. Planeta-Espasa. Barcelona-Madrid (1998). 865 págs. 3.400 ptas. T.o.: Le livre noir du communisme. Crimes, terreur, repression. Laffont. París (1997). Varios traductores.
Comentarios