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¿Vencedores y vencidos?

He vuelto, y he "liberado" los comentarios. De nuevo a luchar con el arma de la palabra.

Yendo a cosas serias, en mi ausencia ha tenido lugar en Madrid otra manifestación contra el terrorismo. En España hay un debate tremendo sobre esto, muy complejo, con muchas interacciones, que pueden hacer perder fácilmente el sentido de la realidad y hacernos caer en el maquiavelismo político. Pienso que artículos como los dos que siguen pueden ayudar a situarse en la perspectiva correcta: ¿Vencedores y vencidos? y La Losa de la Vergüenza.

¿Vencedores y vencidos?
Iñaki Ezkerra, El Correo, 27 de febrero de 2006
Para responder a la famosa y polémica declaración sa­lida del Parlamento vasco en la que se afirma que el fin del terrorismo en Euskadi debe producirse «sin vencedores ni ven­cidos» hay quienes, con muy buena intención pero ninguna malicia, están cayendo en la trampa dialéc­tica de asumir los términos épicos de esa declaración al responder desde el mundo constitucionalista que «sí debe haber vencedores y venci­dos», dando por hecho, de este modo y sin pretenderlo, que nos hallamos en una guerra, en efecto, con dos bandos en pugna. Y es que a uno sí le resulta más que obvio que ETA debe ser vencida y bien vencida pero, aun cuando eso suceda, uno no
acaba de ver como vencedores a los padres de la niña de Santa Pola ni a las viudas de los concejales ase­sinados ni a los familiares de las víctimas de Hipercor. ¿Se les puede lla­mar 'vencedores' a quienes no han usado un arma en su vida y a quie­nes sólo han luchado contra su dolor, contra el olvido de los otros, contra la indiferencia, contra el odio...?

En todo caso las víctimas serían vencedoras de sí mismas, vencedoras de la desmemoria social, vencedoras del deseo de venganza... Y de la misma manera que las víctimas, tampoco los ciudadanos amenaza­dos que nunca nos hemos tomado la justicia por nuestra mano y que por esa misma razón hemos necesi­tado protección policial, nos senti­remos vencedores de nada, como no nos sentimos vencedores cada vez que las fuerzas de seguridad detie­nen a una banda mafiosa o a un psi­cópata. En todo caso será vencedor el Estado de Derecho en el cual he­mos delegado la administración de la violencia para hacer valer nues­tras leyes.

Presentar a las víctimas como bando de una guerra que no existe supone un grave falseamiento de la realidad similar al que conlleva la expresión 'proceso de paz'. Aquí hay quienes no se atreven a decir explícitamente -como ETA- 'estamos en una guerra' pero tratan de sugerirlo sistemáticamente y de darlo por he­cho implícitamente al utilizar expre­siones que aluden a ella como 'con­flicto armado', 'aparato militar de la banda', 'paz por presos' o 'vence­dores', la última de esas palabras y, sin duda, la más perversa porque, para que resulte verosímil y presen­table la foto de la negociación, pone sibilinamente una metralleta en las manos inocentes de quienes caye­ron precisamente por no llevar ar­mas y por defender pacíficamente, sólo con la palabra y el voto, los valores de la convivencia. Sepan uste­des, señores parlamentarios, que la gran batalla de las víctimas no es épica, sino lírica. No se produce en el polvo y el fragor del campo de Marte sino en la silenciosa soledad de un hogar en el que hay una mu­jer que mira a una butaca vacía jun­to a la suya y contiene las ganas de llorar ante sus hijos.


La losa de la vergüenza
Por CARLOS HERRERA
IGNORO qué pasa por la cabeza de un hombre que mata a ochenta y dos personas de forma sistemática, alevosa, calculada. También desconozco lo que experimenta ese mismo hombre cuando es capturado por la autoridad y encerrado en una prisión durante más de quince años. Qué reflexiona, qué siente, qué espera, qué desespera. Lo ignoro todo y creo que debería interesarme en saberlo. Sí sé, en cambio, qué pasa por la cabeza de alguien que sabe que va a morir o por la de alguien que ha visto morir a una persona querida como consecuencia de un acto terrorista.

Lo sé, lo sé. He visto a enjutas madres de pelo blanco, vestidas de negro, abrazadas a un féretro como si lo estuvieran a su propio útero mientras derramaban lágrimas de desesperación sobre la madera casi clandestina. He visto a esposas embarazadas desvanecerse frente a nichos a medio cerrar a la par que un golpeteo del cemento sobre la losa simbolizaba el adiós definitivo. He visto la mirada extraviada de huérfanos aturdidos por la noticia reciente de haber perdido a sus padres como consecuencia de una sobrecarga de plomo asesino en el cuerpo. He visto a hombres como torreones, capaces de derribar una pared de una mascá, derrumbados sobre la sola soledad de una despedida final.

He visto a generales llorar a sus soldados, a soldados llorar a sus generales, a novias desesperadas en pleno grito, a ancianos de hondo surco secarse el llanto con una bocamanga. He visto el rostro perplejo del narcotizado por el dolor inasumible. He visto el apagón definitivo en los ojos de aquél al que le han arrebatado la vida y en los de aquél otro al que le han arrebatado un ser querido.

Los he visto en el norte y en el sur. Los he visto salir a media asta,asustados, encogidos, por la puerta de atrás de una iglesia de puebloentre las miradas de indiferencia de los lugareños y los gestos de prisa del mismo cura. Los he visto llegar a su pueblo a recibir el último abrazo de tierra entre toques de silencio y sollozos teñidos de rabia y encontrarse con la noticia de que ya no son los últimos en el listado de muertos. Los he visto renquear sobreponiéndose a una mano amputada, a una pierna coja, a una espalda rota.

Y a ninguno de ellos, a los muertos, a sus vivos, a los hijos, a las madres, a los padres, a las novias, a los tullidos, les he sorprendidonunca en un pronto vengativo, en un gesto amenazante, en un arranque irracional o planificado para ajustar las cuentas con sus matadores.

Nunca. Ellos, al fin, han confiado en que el Estado de Derecho en el que viven tomara la iniciativa de justicia y sometiera a los culpables alcastigo merecido por los crímenes cometidos.

Quiero decir que no estoy en la cabeza de Henri Parot ni en la de muchos de los asesinos que toman la sombra fría de las cárceles, pero sí lo estoy en la de los que han engrosado la lista de los muertos. Y esos muertos sobre los que se desmerengaron los corazones de las madres de negro no merecen que el Estado les mancille la memoria y que recorra con prisa los pasillos de la ignominia. No merecen, en suma, que un grupo iluminado de fiscales serviles a su jefe y, a su vez, serviles a un gobierno desmemoriado y excesivamente partidario del aplauso fácil, despachen a su asesino con unos cuantos años en prisión. El asesino de ochenta y dos hombres, mujeres y niños no puede ser liberado gratuitamente a cuenta de una tregua que puede llegar o puede no llegar.

No es decente. No es moral. No hay derecho.
En el nombre de los muertos, de los vivos de los muertos, no lo hagan.
Caerá sobre ustedes la insoportable losa de la vergüenza.

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