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Adoctrinamiento

Por Alejandro Llano, en La Gaceta de los Negocios, el 21 de febrero de 2009

La única resolución congruente, en el caso de EpC, es reformar la propia ley.

Las cuatro sentencias del Tribunal Supremo sobre la asignatura EpC reflejan plásticamente la desestructuración institucional y política que padece España. Resulta gráfico que se publicaran un día antes de que los propios jueces hayan ido a la huelga. ¿De qué se quejaban? A mi juicio, no tanto de la falta de medios y de la desconsideración que padecen por parte del Gobierno, sino quizá de ellos mismos, por insatisfacción ante sus propias actitudes. Porque, antes de esta jornada, algunos ya estaban de brazos caídos en lo que se refiere al mantenimiento de su independencia y del respeto a las leyes fundamentales del Estado, empezando por la Constitución.

El hilo argumental de las sentencias es como una pescadilla que se muerde la cola. Rechazan la posibilidad de la objeción de conciencia porque entienden que los contenidos de la asignatura no implican adoctrinamiento. Pero, inmediatamente, alientan a que se recurra a los tribunales cuando se produzca tal injerencia en las convicciones de los alumnos. En rigor, la asignatura —como sabe todo el mundo que la conozca— está programada ni más ni menos que para configurar las mentes juveniles a imagen y semejanza de los prejuicios ideológicos del PSOE. Esto fue así desde el principio y de ello se preciaron los propios socialistas. Basta recordar los farragosos artículos de Gregorio Peces Barba y las afirmaciones y actividades de Victorino Mayoral y la Fundación Cives.

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Las mismas sentencias resultan reveladoras de que han sido necesarias miles de objeciones de conciencia para que los tribunales comenzaran a percatarse de que nos encontramos ante un problema educativo provocado, sin motivo alguno, por esta enésima reforma de la enseñanza media. De hecho, ahora se reconoce que había motivo para objetar, pero se niega el derecho a hacerlo, como si la conciencia no fuera lo más íntimo y personal que cada persona guarda.

El tono interpretativo y aparentemente conciliador de las sentencias resulta inquietante, porque parece que se quiere contentar a ambas partes en litigio por la vía de despreciar la propia lógica del lenguaje jurídico. Y uno se pregunta qué pasará cuando llegue al TC la nueva ley sobre el aborto, en la que caen las pocas limitaciones actualmente existentes. ¿Se seguirá manteniendo, de manera coherente con la doctrina del propio TC, que la vida del no nacido es un bien jurídicamente protegido? Si lo es, no resulta admisible que se la desproteja totalmente con una ley de plazos cuyos límites temporales se pueden extender casi con cualquier disculpa.

Si el Parlamento español ha llegado a interpretar la Constitución, en contra de su propia letra, para legislar —por ejemplo— a favor del matrimonio homosexual, ninguna seguridad le asiste al ciudadano español de que el TC mantenga la vigencia efectiva de nuestra ley fundamental. Y también es previsible que el Estatuto de Cataluña sea objeto de una sentencia interpretativa, en la que se diga simultáneamente una cosa y su contraria.

No sólo se está atentando contra la vida, la letra de la Constitución y la unidad del país. Se está atentando contra el principio de no contradicción, lo cual equivale a poner en la entrada de los edificios que albergan las más altas instituciones del Estado la dantesca expresión: “Abandonad toda esperanza”. Tal vez la violencia mental que se intenta imponer en la escuela tenga como uno de sus objetivos cambiar la lógica de los estudiantes, encaminándola hacia una dialéctica posmarxista que incluya una hermenéutica radicalizada.

En el caso de EpC, la única resolución congruente consiste en reformar la propia ley para normalizarla y evitar que el adoctrinamiento forme parte de su propia naturaleza y finalidad.

Estas sentencias suponen, con todo, un cierto avance en el reconocimiento de que los padres de familia tienen algo decisivo que decir en la enseñanza moral y religiosa de sus hijos, lo cual se encuentra también a la letra en nuestra Constitución, tan retóricamente evocada como escasamente respetada.

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