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Peregrino en Tierra Santa. Capítulo VIII. Jerusalén

Foto JRz-C
Muchos antes y después del viaje a Israel me han preguntado por la seguridad con más o menos recelo. La verdad es que no tuve ninguna sensación de peligro, quizá porque no tenía ningún recelo ya de partida. La única preocupación fueron los carteristas, y más por las continuas advertencias del guía que por otra cosa. Salvo los y las soldados que se veían en los autobuses o las paradas ir y venir de permiso por las carreteras, y una columna militar con la que nos cruzamos, que parecía venir de los Altos del Golán, hasta Jerusalén no percibí esa situación de guerra de baja intensidad en que vive este país. Como he contado en el capítulo VII, si te fijabas, la policía formaba parte del paisaje, y su equipación y armamento proporcionaban cierto aspecto amenazador. Por ejemplo, la Puerta de Damasco está flanqueada por dos grandes garitas de vigilancia, como dos kioskos de parque, el paso al Muro de las Lamentaciones está guardado por un control, si te fijas hay vallas y cámaras por todas partes y, en muchas de los lugares santos te topas con la prohibición de entrar con pistola.
foto atarifa CC
Otra salvedad antes de entrar en materia. No hablo de mis acompañantes a propósito; se desliza algún nombre aquí o allá, pero de pasada y sin intención de destacar ni obviar a nadie. Si escribiera sobre ellos, aunque solo fuera de su relación conmigo, sus detalles, sus atenciones, necesitaría otros diez capítulos, y me dejaría cosas. No digo más que lo que ya he dicho en otros capítulos y que iría con ellos al fin del mundo.

Foto JRz-C
Mientras tanto, al fin, llegué a la Puerta de Damasco al caer la noche, que es cuando hay que llegar a los sitios mágicos, con los que acompañábamos al grupo que había tenido la suerte de ser elegido para pasar la noche encerrado en la basílica del Santo Sepulcro.

Inciso. La agencia había conseguido que esa noche pudiera quedarse dentro de la basílica un grupo de quince personas, desde las 21:00 en que la cierran hasta las 5:00 del sábado en que se vuelve a abrir. Hubo un sorteo entre los que quisieron apuntarse. Volví a envejecer y decidí no participar, en contra de mi propósito juvenil de decir que sí a todo. Influyó que no quise quitarle la plaza a nadie. ¿Cuánto? Ni yo mismo lo se, según el momento. La ilusión de Rafael, que se puso de guante blanco -"yo siempre llevo un pantalón gris y una americana azul en el equipaje" (un señor)-, el convencimiento sin fisuras de José Antonio -que fue rápidamente en busca de una corbata-, me hicieron caer en la cuenta de mi error. Más cuando el segundo cupo de quince católicos (había otros dos para ortodoxos y armenios), para la noche del sábado al domingo, se cubrió con los los descartados del primer sorteo. Aquí comenzó mi desencuentro con el Santo Sepulcro.

Pasar la famosa puerta e introducirse en las callejuelas-túnel de la Ciudad Vieja fue, quizá la mayor
foto atarifa CC
impresión de este viaje -siento defraudar a los que esperaban otra cosa-. Los 300 metros de la estrechísima calle Beit HaBad, prácticamente cubierta, con los comercios cerrados o cerrando, con toda la basura del día y los gatos campando a sus anchas, es fascinante. Recorrí ésta y las demás calles del barrio árabe (Al G'absha, Shuk ha-Tsaba'im, Santa Helena, Sha'ar ha-Shalshelet...) varias veces esa noche y al día siguiente, y lejos de agobiarme por la estrechez, la multitud, el abigarramiento y el aparente desorden, me encontré muy a gusto entre el color, el olor, el sonido y la fluidez de la vida que pulula por allí sin atropellarse. Parece imposible cruzarse con la gente y te cruzas, que pasen los carricoches y pasan, que los niños corran en sus patines y corren, que el tinglado no se venga abajo y se tiene, que la basura no lo pudra todo y no hay ni una mosca. Es verdad que desembocar en en el Muro, en la Puerta o en la Basílica es como salir a la superficie del mar; pero estás deseando volver a sumergirte.

Mi primera entrada en la basílica del Santo Sepulcro fue ese viernes por la noche, unos tres cuartos de hora antes del cierre a las nueve. Como es sabido, primero encuentras la piedra donde embalsamaron el cuerpo muerto de Jesús; me arrodillé a besarla y a rezar; pero enseguida pensé que tenía poco tiempo y como vi que alrededor del edículo del Santo Sepulcro había mucha gente, subí las empinadas y desgastadas escaleras que llevan a la Capilla del Calvario. Había cola para acercarse al círculo de plata que señala el lugar donde se alzó la Cruz; me retiré para intentar conciliar la oración. Inquieto, bajé de nuevo para acercarme al Santo Sepulcro: imposible. De nuevo traté de concentrarme desde una cierta distancia, cuando empezaron los aldabonazos en la puerta para avisar de que había que irse. Me dispuse a marchar cuando vi que quedaba aún media hora, di media vuelta y bajé por el deambulatorio hasta la capilla de Santa Helena y de la Invención, sin saber a dónde iba y dónde estaba. Salí escupido al patio enlosado sin demasiada desazón -al fin y al cabo la visita propiamente dicha iba a ser el sábado- y me situé para contemplar la "ceremonia" de cerrar la puerta de la basílica.

Como tardaba, me retiré y, no se cómo, entablé conversación con una chica que hablaba español. Me contó que vivía desde hacía dos años en Jerusalén y que nunca había estado en el "cierre" de la basílica, convertido en un espectáculo del tipo cambio de guardia de Buckingham Palace (como la historia es sobradamente conocida, no la explico aquí). La acompañaba un chico alto con acento argentino y, cuando nos echaban también del enlosado -cierran también la plaza-, me preguntaron si iba solo, dispuestos a acompañarme. Era una noche de ensueño oriental en la que todo parecía posible.

Foto JRz-C
Disciplinado como soy, me reuní con el resto de mi grupo y alguien tuvo la maravillosa idea de ir al Muro de las Lamentaciones antes de regresar al hotel. Pasamos el puesto de control como si no estuviera y nos plantamos ante los restos -reconstruidos- del muro occidental de la explanada del Templo, amarillentos por la luz de los focos, con sensación de irrealidad. Me puse un kipá sin más reflexión y me acerqué al Muro con la impresión de ser invisible, pues ninguno de los judíos que había por allí nos prestó la más mínima atención: estaban a lo suyo. Una vez ante el famoso muro pensé: ¿y ahora qué hago? Y me dio por rezar por la conversión de los judíos, a pesar de que puede suponer la segunda venida del Mesías, el fin del mundo y el Juicio Final; haber tapiado la Puerta Dorada no iba a impedirlo. Allí estuvimos, las mujeres a un lado, los hombres a otro, hasta que uno de nosotros empezó a ponerse nervioso por el lugar y pidió que nos fuéramos.

Otro factor que influye en mi narración, no sé hasta qué punto, es estar leyendo estos días otros relatos de otros peregrinos en el grupo de Whatsapp que, lejos de cerrar al regreso, como estaba previsto, está más activo que nunca mes y pico después. Con el Santo Sepulcro de punto de distorsión destacado. Porque mis dos siguientes visitas a la basílica cristiana más importante del mundo fueron como cuento a continuación.

Foto JRz-C
La chica que conocí el viernes ya me advirtió que el sábado aquello iba a estar de bote en bote. En efecto. Llegamos a media mañana y nos incrustamos en una larga, inmóvil e impenetrable cola. Por momentos temí desfallecer, desesperar o enfadarme. Traté de calcular qué nos podía llevar aquello y, en vista de que iba para largo, traté de rezar el Rosario y así sobrevivir, mientras procuraba no perder la posición, permanecer pegado al de delante y bloquear con el codo a la arpía de mi derecha, que trataba de colarse a base de distraerme con su cháchara. Empezó a mascarse la tragedia cuando un pope rumano rodeado por su parroquia, que le acompañaba a coro, empezó a salmodiar con voz irritante, impertérrito ante mis miradas asesinas. Estoy seguro de que no respiraba. Los organizadores de nuestro grupo, conscientes del lío en que estábamos metidos y de que se hacía la hora de comer -y, espero, muy apesadumbrados-, aprovecharon no se qué movimiento extraño para sacarnos de allí por una apertura de la valla e hicimos mutis por el foro.

Por la noche, tercer intento. Acompañé al grupo que se encerraba de nueve a doce. Nada más llegar nos pusimos a la cola. Menos; pero seguía habiendo cola. Igual de inmóvil. Pasado un buen rato en la misma baldosa dos señoras que tenía delante me informan -en inglés- de que guardan sitio a unos amigos. Lo que faltaba, imaginé un grupo de cincuenta filipinos poniéndose delante en cualquier momento. "I can't see them", les dije. "They are comming", respondieron. Entonces les propuse dejarlos pasar delante de mí si ellas me dejaban ponerme con unos amigos que estaban delante de ellas. Se quedaron sin respuesta, y yo pensando que empezaba a enloquecer. Al poco decidí abandonar tan irritante espera y fui a la capilla del Calvario; esta vez sí pude acercarme al agujero de la Cruz y meditar con paz, hasta que alguien me animó a volver a recorrer la basílica por si no había visto la capilla de San Longinos, la de la División de las Vestiduras, la de san Vartán y qué se yo. Y en esto comienzan los aldabonazos de expulsión del templo. Y en estas aparece Quini para empujarme hacia la cola del Santo Sepulcro, que había cobrado una velocidad vertiginosa, y con los golpes de la puerta sonando como las campanadas de medianoche de Cenicienta, contra reloj, literalmente a la carrera, entro en el edículo -¡qué palabra más fea!- doy la vuelta a un pedestal y salgo proyectado al exterior como de un tiovivo. Luego, sentado en las escaleras del patio, mientras los curiosos levanta sus móviles para grabar el cierre de la puerta, consulto el mío y comprendo que no he pasado de la Capilla del Ángel, y que en el interior del pedestal solo está el único fragmento conservado de la roca que cerraba la entrada original. Pablo escribe a los de Éfeso: "Que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; de modo que así, con todos los santos, logréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo el amor de Cristo, que trasciende todo conocimiento". Había tocado la raíz; pero no había llegado a estar sobre el cimiento. Soplaba un aire fresco incómodo; había que irse, al hotel, al autobús, al avión..., a casa.

Continuará...

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