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DERECHO A MORIR DIGNAMENTE

Por Juan Manuel DE PRADA
ABC, 15.I.2005

La batalla de las ideas libra su primera escaramuza en la batalla de las palabras. Quienes imponen sus acuñaciones verbales acaban, tarde o temprano, infiltrándose en el ánimo social que, al ceder a la tropelía lingüística, muestra su permeabilidad a posteriores y más definitivas claudicaciones. Cuando se inicia un proceso de tergiversación semántica podemos anticipar cuáles serán sus consecuencias, nunca inocentes. Se empieza cediendo en el significado de las palabras y se acaba entregando sin disputa la realidad que dichas palabras representan. Quienes defienden la legalización de la eutanasia han impuesto un sintagma excluyente que destierra a las tinieblas exteriores a quienes oponen reparos jurídicos, filosóficos o morales a su vindicación. Me refiero, claro está, a la expresión «derecho a morir dignamente», que los apologistas de la eutanasia al principio empleaban con un propósito eufemístico, y cuyo uso ya ha contaminado el lenguaje coloquial, incluso el lenguaje periodístico, que se presume imparcial y ecuánime. Se trata, además, de una contaminación alevosa, pues, bajo su apariencia más o menos inocua, se incluye una intención ferozmente capciosa.

Cuando decimos «derecho a morir dignamente» dictaminamos, por pura y simple eliminación, que aquellas personas que deciden soportar el dolor o los impedimentos físicos mueren «indignamente». Así se establecía, con esa sumaria caracterización que permiten las imágenes, en la reciente película de Amenábar: si en verdad el propósito de Mar adentro hubiese sido -como rezaba la propaganda- celebrar la capacidad decisoria del hombre que resuelve soberanamente si su vida merece la pena ser vivida, la opción del personaje interpretado por José María Pou se habría mostrado tan respetable -tan digna- como la del protagonista encarnado por Javier Bardem. Pero, en lugar de aspirar a comprender, en su infinita gama de matices, las diversas actitudes con las que una persona agonizante o maltrecha se enfrenta a su propia muerte, aquella película incurría en el maniqueísmo más tosco, caricaturizando al personaje que prefería seguir viviendo y elevando a los altares del santoral laico al que decidía «morir dignamente», tomándose un chupito de cianuro.

No hay tertulia radiofónica o televisiva sobre la eutanasia que no incluya la expresión mencionada como sinónimo de la eutanasia; incluso la prensa escrita incurre con frecuencia en esta perversión lingüística. Pero cada vez que, por dejadez o perfidia, se habla del «derecho a morir dignamente» se está confinando en un lazareto de proscripción a quienes, postrados en un lecho o atados a una silla de ruedas, resisten la tentación del suicidio y sobrellevan el dolor, también a quienes los asisten abnegadamente. Así, resistir a la tentación de la muerte, esforzarse por vivir y sobreponerse al sufrimiento se convierte en una «indignidad» propia de pringados; y quienes profesan esta forma de coraje son calificados -siquiera de forma tácita- de fardos que la sociedad carga con disgusto y hastío. Hoy nos conformamos con recluirlos en un gueto de «indignidad»; quizá mañana arbitremos los mecanismos legales para administrarles por obligación una muerte «digna» e indolora.

Ahora que las perversiones lingüísticas imponen su dictadura rampante, conviene que nos alimentemos con palabras que aún no hayan extraviado su significado originario. Como las que Sancho pronuncia llorando, en el capítulo último del Quijote: «No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía».

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