Por JUAN MANUEL DE PRADA
EL otro día leía en un periódico que los embriones utilizados en investigaciones científicas son «pelotas de células que ni sienten ni padecen». Siempre que me tropiezo con afirmaciones tan sumarias me acuerdo de una de las secuencias más célebres de «El tercer hombre». Holly Martins, el escritor de noveluchas ínfimas interpretado por Joseph Cotten, ha logrado al fin reunirse con su amigo Harry Lime (Orson Welles), un cínico asesino que se ha enriquecido vendiendo fármacos adulterados. El encuentro entre los dos protagonistas acontece en el Prater vienés; montan juntos en la noria y, cuando se hallan en lo más alto, Martins pregunta, horrorizado: «¿Has visto a alguna de tus víctimas?». Harry Lime esboza una sonrisa cínica y dirige con desapego la mirada a la gente que pasea por el descampado, allá a lo lejos: «¿Víctimas? -se mofa-. No seas melodramático. Mira ahí abajo. ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse? Si te ofreciera veinte mil dólares por cada puntito que se parara, ¿me dirías que me guardase mi dinero o empezarías a calcular los puntitos que serías capaz de parar? ¡Y libre de impuestos, amigo, libre de impuestos! Hoy es la única manera de ganar dinero».
Basta subirse a una noria para que los hombres se conviertan en puntitos negros; basta encaramarse en la atalaya progre para que los embriones se conviertan en pelotas de células que ni sienten ni padecen. Siempre me ha provocado estupor que una época como la nuestra, que se declara compasiva y ha querido extender los frutos de esa compasión hacia ámbitos más allá de lo puramente humano (pensemos, por ejemplo, en la defensa de los animales), se muestre en cambio tan impiadosa cuando se trata de proteger la vida embrionaria. Lo cual me hace pensar que tales muestras de pretendida humanidad no son sino aspavientos de una época que ha dejado de ser humana. No una época de hombres malvados, sino una época en que los hombres han dejado de serlo; y que, para fingir que lo siguen siendo, urden coartadas, cuanto más rimbombantes mejor, que anestesien lo que antaño llamábamos conciencia.
Lee el artículo completo
Y cuando los hombres dejan de serlo, la vida deja de tener una dignidad intrínseca; se puede seguir defendiendo con argumentos meramente utilitarios, pero ya nunca más como una verdad indestructible que nos interpela y demanda una defensa obstinada. Se entroniza así una concepción puramente «funcional» de la vida: su dignidad ya no es algo inscrito en su propia naturaleza, sino un reconocimiento que se le otorga o se le deniega a discreción, por razones de pura conveniencia, según la perspectiva desde la que la miremos (y ya se sabe que, contemplada desde una noria o atalaya progre, toda vida se convierte en un puntito negro). Incluso se maquinan coartadas de apariencia humanitaria que maquillen esta consideración puramente funcional de la vida: y así, por ejemplo, se justifica la destrucción de esas pelotas de células que ni sienten ni padecen porque de este modo se puede ayudar a sanar otras vidas. Por supuesto, cualquiera que se atreva a poner en cuestión tal aserto se convierte ipso facto en fundamentalista; título honrosísimo, pues, en efecto, la vida es el fundamento de quienes aún queremos ser humanos. Pero, puesto que estas coartadas pretendidamente humanitarias no pueden en realidad serlo, por haberlas urdido quienes ya han dejado de ser hombres, hemos de esforzarnos por penetrar la verdad que se esconde detrás de la cortina de las justificaciones. Y la verdad, descarnada y pestilente, la formulaba Harry Lime en el parlamento que iniciaba este artículo: se llama dinero, dinero obtenido disparando sobre diminutos puntitos negros.
Los últimos avances científicos nos revelan que se pueden sanar vidas sin destruir embriones. Pero, mientras consideremos a esos embriones pelotas de células que ni sienten ni padecen, seguiremos encontrando coartadas que justifiquen su destrucción. Y es que, cuando la vida es despojada de su dignidad intrínseca, deja de ser vida: será respetada mientras nos resulte útil o rentable; cuando sea más útil o rentable destruirla, lo haremos sin vacilación. No sin antes urdir, por supuesto, una coartada humanitaria.
EL otro día leía en un periódico que los embriones utilizados en investigaciones científicas son «pelotas de células que ni sienten ni padecen». Siempre que me tropiezo con afirmaciones tan sumarias me acuerdo de una de las secuencias más célebres de «El tercer hombre». Holly Martins, el escritor de noveluchas ínfimas interpretado por Joseph Cotten, ha logrado al fin reunirse con su amigo Harry Lime (Orson Welles), un cínico asesino que se ha enriquecido vendiendo fármacos adulterados. El encuentro entre los dos protagonistas acontece en el Prater vienés; montan juntos en la noria y, cuando se hallan en lo más alto, Martins pregunta, horrorizado: «¿Has visto a alguna de tus víctimas?». Harry Lime esboza una sonrisa cínica y dirige con desapego la mirada a la gente que pasea por el descampado, allá a lo lejos: «¿Víctimas? -se mofa-. No seas melodramático. Mira ahí abajo. ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse? Si te ofreciera veinte mil dólares por cada puntito que se parara, ¿me dirías que me guardase mi dinero o empezarías a calcular los puntitos que serías capaz de parar? ¡Y libre de impuestos, amigo, libre de impuestos! Hoy es la única manera de ganar dinero».
Basta subirse a una noria para que los hombres se conviertan en puntitos negros; basta encaramarse en la atalaya progre para que los embriones se conviertan en pelotas de células que ni sienten ni padecen. Siempre me ha provocado estupor que una época como la nuestra, que se declara compasiva y ha querido extender los frutos de esa compasión hacia ámbitos más allá de lo puramente humano (pensemos, por ejemplo, en la defensa de los animales), se muestre en cambio tan impiadosa cuando se trata de proteger la vida embrionaria. Lo cual me hace pensar que tales muestras de pretendida humanidad no son sino aspavientos de una época que ha dejado de ser humana. No una época de hombres malvados, sino una época en que los hombres han dejado de serlo; y que, para fingir que lo siguen siendo, urden coartadas, cuanto más rimbombantes mejor, que anestesien lo que antaño llamábamos conciencia.
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Y cuando los hombres dejan de serlo, la vida deja de tener una dignidad intrínseca; se puede seguir defendiendo con argumentos meramente utilitarios, pero ya nunca más como una verdad indestructible que nos interpela y demanda una defensa obstinada. Se entroniza así una concepción puramente «funcional» de la vida: su dignidad ya no es algo inscrito en su propia naturaleza, sino un reconocimiento que se le otorga o se le deniega a discreción, por razones de pura conveniencia, según la perspectiva desde la que la miremos (y ya se sabe que, contemplada desde una noria o atalaya progre, toda vida se convierte en un puntito negro). Incluso se maquinan coartadas de apariencia humanitaria que maquillen esta consideración puramente funcional de la vida: y así, por ejemplo, se justifica la destrucción de esas pelotas de células que ni sienten ni padecen porque de este modo se puede ayudar a sanar otras vidas. Por supuesto, cualquiera que se atreva a poner en cuestión tal aserto se convierte ipso facto en fundamentalista; título honrosísimo, pues, en efecto, la vida es el fundamento de quienes aún queremos ser humanos. Pero, puesto que estas coartadas pretendidamente humanitarias no pueden en realidad serlo, por haberlas urdido quienes ya han dejado de ser hombres, hemos de esforzarnos por penetrar la verdad que se esconde detrás de la cortina de las justificaciones. Y la verdad, descarnada y pestilente, la formulaba Harry Lime en el parlamento que iniciaba este artículo: se llama dinero, dinero obtenido disparando sobre diminutos puntitos negros.
Los últimos avances científicos nos revelan que se pueden sanar vidas sin destruir embriones. Pero, mientras consideremos a esos embriones pelotas de células que ni sienten ni padecen, seguiremos encontrando coartadas que justifiquen su destrucción. Y es que, cuando la vida es despojada de su dignidad intrínseca, deja de ser vida: será respetada mientras nos resulte útil o rentable; cuando sea más útil o rentable destruirla, lo haremos sin vacilación. No sin antes urdir, por supuesto, una coartada humanitaria.
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