Por JUAN MANUEL DE PRADA en ABC el 4 de enero de 2008
EL multitudinario acto en defensa de la familia cristiana celebrado recientemente en Madrid ha provocado la reacción destemplada, muy en la línea del más atrabiliario temperamento hispánico, de la facción socialista. Abrió fuego José Blanco, ese híbrido entre el inspector Javert de «Los miserables» y el Polichinela de la commedia dell´arte, quien en declaraciones a una emisora de radio, tachó de «intolerables» las palabras pronunciadas allí por algunos cardenales españoles (siempre me sorprende que sean los expendedores a granel de tolerancia quienes a la vez nos prescriban lo que no debe tolerarse). Asimismo, consideró que tales palabras constituían «una intromisión directa en la campaña electoral» de las jerarquías eclesiásticas: «Me dio la impresión -añadió Blanco, en pleno delirio alucinógeno- de que estábamos en un acto del PP presidido por cardenales».
El facundo Mariano Fernández Bermejo ha sacado en romería el «nacionalcatolicismo», fantasma del que sabe mucho por vía consanguínea. El vanilocuo Chaves, dándoselas de moderno, ha tildado a los cardenales de arcaicos e integristas, y Zapatero ha soltado sus habituales delicuescencias insidiosas. Finalmente, la Ejecutiva Federal del Partido Socialista ha evacuado un comunicado muy lustrosamente barnizado de la consabida roña progre al que, en un alarde imaginativo, ha puesto el título de «Las cosas en su sitio». Por supuesto, ese sitio no es el que por naturaleza le corresponde a las cosas, sino el que los socialistas caprichosamente le adjudican, que para eso son los repartidores oficiales de bulas y anatemas. En el mencionado texto se afirma que las manifestaciones de los cardenales son de «contenido político» -extremo que a continuación refutaremos- y que «no hay más legitimidad que la legitimidad constitucional». Aseveración ésta última que podría discutirse con argumentos de filosofía del Derecho; pero que, desde luego, los cardenales no han entrado a discutir: su denuncia de ciertas actuaciones legislativas se basa, precisamente, en su incongruencia con la letra y el espíritu de varios preceptos constitucionales. Las invectivas de los socialistas participan de un estilo tan doctrinario y tosco que actúa como repelente del debate de ideas y acicate del rifirrafe banderizo. Haremos aquí un esfuerzo por elevar el tono de la polémica; empeño que -tampoco vamos a echarnos flores- será harto sencillo, pues el nivel de los socialistas es subterráneo.
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¿Cuáles son las declaraciones cardenalicias que han levantado tanta roncha entre los repartidores de bulas y anatemas? El cardenal Rouco afirmó: «Nos entristece tener que constatar que nuestro ordenamiento jurídico ha dado marcha atrás respecto a lo que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas reconocía y establecía hace ya casi sesenta años. A saber: que la familia es el núcleo natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a ser protegida por la sociedad y el Estado». Y el cardenal García-Gasco apostilló : «La cultura del laicismo radical es un fraude y un engaño, porque no constituye nada, sólo conduce a la desesperanza. Por el camino del aborto, del divorcio exprés y de las ideologías de género que pretenden manipular la educación de los jóvenes no se llega a ningún destino digno del hombre y de sus derechos. Por ese camino no se respeta la Constitución de 1978 y nos dirigimos a la disolución de la democracia». Quizá podríamos reprocharle jocosamente a García-Gasco, desde un punto de vista retórico, el forzadísimo oxímoron «cultura del laicismo radical», pues el laicismo radical, en su afán despersonalizador, postula la destrucción de toda cultura verdaderamente humana. Pero el diagnóstico de ambos cardenales, válido desde luego para España, constituye una radiografía penetrante y sintética del mal que hoy corroe a Occidente: un mal que, disfrazado bajo los ropajes de la democracia formal, anhela la abolición del hombre, el despojo de lo que es más intrínsecamente humano y la instrumentalización de nuestros derechos más inalienables. No acertamos a comprender dónde está la «intromisión en la campaña electoral» que denunciaba Blanco; salvo que, en un época tan indigna, la mera vindicación de la dignidad del hombre se pueda interpretar como rasgo de electoralismo.
Los socialistas pretenden hacernos creer que los cardenales «se meten en política», un ámbito que no les compete. Enseguida los politiqueros han recordado esa sentencia evangélica que suelen enarbolar quienes nunca leen el Evangelio: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 21). Pero, ¿qué es lo propio del César? Las cosas temporales, las realidades terrenas; pero no, desde luego, «los principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana» (Dignitatis Humanae, 14c). La misión que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social, pero «comprende los fundamentos éticos del orden temporal», e incluye el poder dar juicios sobre la moralidad de concretas situaciones y actuaciones temporales (Gaudium et Spes, 76c). No nos hallamos ante una «intromisión» de los cardenales españoles en los asuntos del César, sino ante una denuncia de las tropelías del César, que en su soberbia no vacila en pisotear los fundamentos éticos del orden temporal.
«Nadie que se dedica a la milicia se enreda en los negocios de la vida, si quiere complacer al que le ha alistado» (II Tim, 2, 4). El hombre religioso, ciertamente, no debe enredarse en asuntos terrenales. Pero existe una confusión creciente, auspiciada por la soberbia del César, en torno a lo que debe considerarse dominio político y dominio religioso. Si la política se enreda en cosas temporales, los curas no deben meterse; mas si la política toca cosas no temporales (como el aborto, el divorcio o la enseñanza religiosa) entonces deben meterse; estarían dimitiendo de su ministerio si no lo hicieran. El amor vigoroso a la patria, conscientemente abrazada en fe y esperanza, puede ser una expresión religiosa: a fin de cuentas, amamos a Dios a través de sus criaturas, a través del prójimo; y no hay prójimo más próximo que el compatriota. Es cierto que los Estados son creaciones humanas, y que algún día serán instrumentos del Hombre de Pecado, Hijo de la Perdición, del que nos habla San Pablo (II Tes, 2, 3-4); pero mientras haya resquicio para la esperanza es obligación del católico -y no digamos de sus ministros- propugnar los valores sociales, morales y culturales que la luz civilizadora de la Iglesia trajo a Occidente. Como escribió Verlaine, L´amour de la Patrie est le premier amour / Et le dernier amour après l´amour de Dieu; y el católico, sin llegar a confundir el amor a Dios con el amor a la patria, debe amar a su patria «en su ruina y degeneración», como nos pedía C. S. Lewis, pues amar a una enferma nace de la compasión y no puede rendir sino sacrificios, y el amor compasivo y sacrificado es expresión del amor a Dios. Así amó Jesús a Jerusalén, llorando sobre ella (Lc 19, 41-44); y su amor compasivo y sacrificado no se expresó con requiebros merengosos, sino con muy ásperas admoniciones. Las palabras de los cardenales Rouco y García-Gasco en la plaza de Colón fueron reflejo fiel de ese amor de Jesús a Jerusalén.
La política fue, allá en su origen, una pasión salvaje de mando; y la luz civilizadora del cristianismo la moralizó. El neopaganismo de nuestra época pugna por devolver la política a ese estado de salvajismo primigenio; y la obligación de la Iglesia es proseguir su empresa moralizadora. Que la Iglesia debe respetar los gobiernos legítimos es indudable; pero mucho más debe respetar la Palabra de Dios y su misión propia, que no es sino predicar sin miedo esa Palabra sobre los terrados (Mt. 10, 27). La Palabra nos enseña que fuimos llamados por Dios desde el vientre de nuestra madre, y por eso la Iglesia debe pronunciarse contra el aborto. La Palabra también nos enseña que hombre y mujer formarán una sola carne, y por eso la Iglesia debe pronunciarse contra el divorcio y contra las legislaciones que tratan de desnaturalizar el matrimonio y la familia. Y, en fin, hemos escuchado a Jesús decir: «Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis», y por eso la Iglesia debe pronunciarse contra una educación que impida o estorbe este acercamiento. Las jerarquías eclesiásticas no deben inmiscuirse en asuntos terrenales, porque eso sería tanto como «meterse en política»; pero uno de los peores modos de «meterse en política» sería que la Iglesia bendijese, por acción u omisión, la intromisión del César en los asuntos que son de Dios. El día en que la Iglesia hiciese esto se habría convertido en esa «gran ramera que fornica con los reyes de la tierra» de la que nos habla el Apocalipsis. Esa iglesia farisaica y corrompida, puesta de rodillas ante el César, es la que anhelan ciertos políticos; quienes amamos a la Iglesia de Cristo aplaudimos el coraje mostrado por los cardenales Rouco y García-Gasco.
EL multitudinario acto en defensa de la familia cristiana celebrado recientemente en Madrid ha provocado la reacción destemplada, muy en la línea del más atrabiliario temperamento hispánico, de la facción socialista. Abrió fuego José Blanco, ese híbrido entre el inspector Javert de «Los miserables» y el Polichinela de la commedia dell´arte, quien en declaraciones a una emisora de radio, tachó de «intolerables» las palabras pronunciadas allí por algunos cardenales españoles (siempre me sorprende que sean los expendedores a granel de tolerancia quienes a la vez nos prescriban lo que no debe tolerarse). Asimismo, consideró que tales palabras constituían «una intromisión directa en la campaña electoral» de las jerarquías eclesiásticas: «Me dio la impresión -añadió Blanco, en pleno delirio alucinógeno- de que estábamos en un acto del PP presidido por cardenales».
El facundo Mariano Fernández Bermejo ha sacado en romería el «nacionalcatolicismo», fantasma del que sabe mucho por vía consanguínea. El vanilocuo Chaves, dándoselas de moderno, ha tildado a los cardenales de arcaicos e integristas, y Zapatero ha soltado sus habituales delicuescencias insidiosas. Finalmente, la Ejecutiva Federal del Partido Socialista ha evacuado un comunicado muy lustrosamente barnizado de la consabida roña progre al que, en un alarde imaginativo, ha puesto el título de «Las cosas en su sitio». Por supuesto, ese sitio no es el que por naturaleza le corresponde a las cosas, sino el que los socialistas caprichosamente le adjudican, que para eso son los repartidores oficiales de bulas y anatemas. En el mencionado texto se afirma que las manifestaciones de los cardenales son de «contenido político» -extremo que a continuación refutaremos- y que «no hay más legitimidad que la legitimidad constitucional». Aseveración ésta última que podría discutirse con argumentos de filosofía del Derecho; pero que, desde luego, los cardenales no han entrado a discutir: su denuncia de ciertas actuaciones legislativas se basa, precisamente, en su incongruencia con la letra y el espíritu de varios preceptos constitucionales. Las invectivas de los socialistas participan de un estilo tan doctrinario y tosco que actúa como repelente del debate de ideas y acicate del rifirrafe banderizo. Haremos aquí un esfuerzo por elevar el tono de la polémica; empeño que -tampoco vamos a echarnos flores- será harto sencillo, pues el nivel de los socialistas es subterráneo.
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¿Cuáles son las declaraciones cardenalicias que han levantado tanta roncha entre los repartidores de bulas y anatemas? El cardenal Rouco afirmó: «Nos entristece tener que constatar que nuestro ordenamiento jurídico ha dado marcha atrás respecto a lo que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas reconocía y establecía hace ya casi sesenta años. A saber: que la familia es el núcleo natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a ser protegida por la sociedad y el Estado». Y el cardenal García-Gasco apostilló : «La cultura del laicismo radical es un fraude y un engaño, porque no constituye nada, sólo conduce a la desesperanza. Por el camino del aborto, del divorcio exprés y de las ideologías de género que pretenden manipular la educación de los jóvenes no se llega a ningún destino digno del hombre y de sus derechos. Por ese camino no se respeta la Constitución de 1978 y nos dirigimos a la disolución de la democracia». Quizá podríamos reprocharle jocosamente a García-Gasco, desde un punto de vista retórico, el forzadísimo oxímoron «cultura del laicismo radical», pues el laicismo radical, en su afán despersonalizador, postula la destrucción de toda cultura verdaderamente humana. Pero el diagnóstico de ambos cardenales, válido desde luego para España, constituye una radiografía penetrante y sintética del mal que hoy corroe a Occidente: un mal que, disfrazado bajo los ropajes de la democracia formal, anhela la abolición del hombre, el despojo de lo que es más intrínsecamente humano y la instrumentalización de nuestros derechos más inalienables. No acertamos a comprender dónde está la «intromisión en la campaña electoral» que denunciaba Blanco; salvo que, en un época tan indigna, la mera vindicación de la dignidad del hombre se pueda interpretar como rasgo de electoralismo.
Los socialistas pretenden hacernos creer que los cardenales «se meten en política», un ámbito que no les compete. Enseguida los politiqueros han recordado esa sentencia evangélica que suelen enarbolar quienes nunca leen el Evangelio: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 21). Pero, ¿qué es lo propio del César? Las cosas temporales, las realidades terrenas; pero no, desde luego, «los principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana» (Dignitatis Humanae, 14c). La misión que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social, pero «comprende los fundamentos éticos del orden temporal», e incluye el poder dar juicios sobre la moralidad de concretas situaciones y actuaciones temporales (Gaudium et Spes, 76c). No nos hallamos ante una «intromisión» de los cardenales españoles en los asuntos del César, sino ante una denuncia de las tropelías del César, que en su soberbia no vacila en pisotear los fundamentos éticos del orden temporal.
«Nadie que se dedica a la milicia se enreda en los negocios de la vida, si quiere complacer al que le ha alistado» (II Tim, 2, 4). El hombre religioso, ciertamente, no debe enredarse en asuntos terrenales. Pero existe una confusión creciente, auspiciada por la soberbia del César, en torno a lo que debe considerarse dominio político y dominio religioso. Si la política se enreda en cosas temporales, los curas no deben meterse; mas si la política toca cosas no temporales (como el aborto, el divorcio o la enseñanza religiosa) entonces deben meterse; estarían dimitiendo de su ministerio si no lo hicieran. El amor vigoroso a la patria, conscientemente abrazada en fe y esperanza, puede ser una expresión religiosa: a fin de cuentas, amamos a Dios a través de sus criaturas, a través del prójimo; y no hay prójimo más próximo que el compatriota. Es cierto que los Estados son creaciones humanas, y que algún día serán instrumentos del Hombre de Pecado, Hijo de la Perdición, del que nos habla San Pablo (II Tes, 2, 3-4); pero mientras haya resquicio para la esperanza es obligación del católico -y no digamos de sus ministros- propugnar los valores sociales, morales y culturales que la luz civilizadora de la Iglesia trajo a Occidente. Como escribió Verlaine, L´amour de la Patrie est le premier amour / Et le dernier amour après l´amour de Dieu; y el católico, sin llegar a confundir el amor a Dios con el amor a la patria, debe amar a su patria «en su ruina y degeneración», como nos pedía C. S. Lewis, pues amar a una enferma nace de la compasión y no puede rendir sino sacrificios, y el amor compasivo y sacrificado es expresión del amor a Dios. Así amó Jesús a Jerusalén, llorando sobre ella (Lc 19, 41-44); y su amor compasivo y sacrificado no se expresó con requiebros merengosos, sino con muy ásperas admoniciones. Las palabras de los cardenales Rouco y García-Gasco en la plaza de Colón fueron reflejo fiel de ese amor de Jesús a Jerusalén.
La política fue, allá en su origen, una pasión salvaje de mando; y la luz civilizadora del cristianismo la moralizó. El neopaganismo de nuestra época pugna por devolver la política a ese estado de salvajismo primigenio; y la obligación de la Iglesia es proseguir su empresa moralizadora. Que la Iglesia debe respetar los gobiernos legítimos es indudable; pero mucho más debe respetar la Palabra de Dios y su misión propia, que no es sino predicar sin miedo esa Palabra sobre los terrados (Mt. 10, 27). La Palabra nos enseña que fuimos llamados por Dios desde el vientre de nuestra madre, y por eso la Iglesia debe pronunciarse contra el aborto. La Palabra también nos enseña que hombre y mujer formarán una sola carne, y por eso la Iglesia debe pronunciarse contra el divorcio y contra las legislaciones que tratan de desnaturalizar el matrimonio y la familia. Y, en fin, hemos escuchado a Jesús decir: «Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis», y por eso la Iglesia debe pronunciarse contra una educación que impida o estorbe este acercamiento. Las jerarquías eclesiásticas no deben inmiscuirse en asuntos terrenales, porque eso sería tanto como «meterse en política»; pero uno de los peores modos de «meterse en política» sería que la Iglesia bendijese, por acción u omisión, la intromisión del César en los asuntos que son de Dios. El día en que la Iglesia hiciese esto se habría convertido en esa «gran ramera que fornica con los reyes de la tierra» de la que nos habla el Apocalipsis. Esa iglesia farisaica y corrompida, puesta de rodillas ante el César, es la que anhelan ciertos políticos; quienes amamos a la Iglesia de Cristo aplaudimos el coraje mostrado por los cardenales Rouco y García-Gasco.
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