Por JUAN MANUEL DE PRADA, en ABC, 10 de diciembre de 2007
NOS enseña Chesterton que sólo quienes nadan a contracorriente saben que están vivos; tal vez dejarse llevar por la corriente sea más plácido y descansado, pero uno corre el riesgo de convertirse en sustancia inerte sin siquiera advertirlo. Las grandes batallas del pensamiento, los avances que han ensanchado el horizonte humano, siempre se han librado a contracorriente; y, por ello mismo, han causado multitud de bajas y defecciones entre sus defensores. Pero hay causas a las que merece la pena entregarse contrariando el espíritu de los tiempos, sabiendo que en nuestro afán cosecharemos indiferencia, desdén o franca animadversión; pues, si renunciáramos a hacerlo, simplemente dejaríamos de ser humanos. La gran batalla de nuestro tiempo, el frente donde se dirime la supervivencia de nuestra humanidad, se llama aborto; y es ahí donde debemos exponernos quienes deseamos nadar a contracorriente...
Además:
TERCERA de ABC de su director, José Antonio Zarzalejos, La barbarie silenciosa (el aborto libre en España) y Editorial del mismo periódico de ayer, domingo 9 de diciembre de 2007, El aborto, un fracaso colectivo
Lee el artículo completo
Declararse sin ambages contrario al aborto constituye en nuestra época una suerte de oprobio social: al antiabortista se le moteja de ultraconservador, de integrista religioso y no sé cuántas sandeces más. Se trata de una caracterización rocambolesca que, sin embargo, ha adquirido carta de naturaleza en el Matrix progre. Nunca he entendido cómo alguien que se proclama «progresista» pueda defender el aborto; se supone que quienes postulan el progreso del hombre deberían por ello mismo declararse obstinados defensores de la vida. La protección de la vida constituye algo más que un derecho esencial e inviolable del hombre, puesto que sin reconocimiento de la vida el Derecho mismo carecería de sentido. La vida genera Derecho, es el manantial del que el Derecho mismo nace. Una sociedad que no respeta la vida es una sociedad sin Derecho. La protección de la vida nos impone la execración de la pena de muerte, despierta nuestra conciencia social, alimenta nuestros deseos de paz y concordia: la vida nos reclama, la vida nos interpela, la vida nos exige su constante e intransigente vindicación, frente a quienes pretenden convertirla en un bien supeditado a otros intereses. La misión de un auténtico defensor del progreso humano consiste en defender la vida frente a la muerte y en luchar para que la vida de los indefensos mejore, hasta alcanzar las cotas de dignidad que su condición humana exige. ¿Acaso existe vida más indefensa e inerme que la vida gestante? ¿Cómo se puede rechazar la pena de muerte y al mismo tiempo aceptar el aborto? ¿Cómo se puede sentir un impulso de piedad hacia quienes sufren hambre o persecución o cualquier tipo de abuso si no nos apiadamos antes de esas vidas a las que arrebatamos su destino?
Toda defensa del hombre que no se sostenga sobre la condena del aborto es una casa erigida sobre cimientos de arena. Tal vez nos sirva para mantener en pie el tinglado de la farsa y fingir que seguimos siendo humanos; pero, sin saberlo, ya nos hemos convertido en sustancia inerte que la corriente arrastra. Sólo en una sociedad de hombres inertes podría aceptarse un crimen de esta magnitud. Y aquí convendría especificar que tan culpables son quienes lo perpetran o defienden como quienes con su silencio o indiferencia lo amparan. El crimen del aborto arroja ante nuestros ojos la pesadilla de una sociedad caníbal, saturnal, que devora a sus propios hijos, entregada a una orgía de muerte. No puede haber orden social justo allá donde la vida no es protegida obstinadamente; no puede ni siquiera haber orden humano, porque sólo somos hombres cuando combatimos la muerte, cuando hacemos de la vida nuestro más denodado afán, nuestra vocación primera e incondicional.
Esta es la gran batalla de nuestro tiempo: una batalla que nuestro tiempo no desea librar por cobardía, por comodidad, por orfandad de convicciones morales; pero acaso por ello mismo la batalla más hermosa e irrenunciable. Una batalla a la que debemos entregarnos como quien nada a contracorriente, sabiendo que tal vez nos agotemos en un braceo extenuador, sabiendo que tal vez no alcancemos la orilla. Pero otros tomarán nuestro relevo. Y, mientras dure la batalla, al menos sabremos que estamos vivos, irradiando vida en un mundo acechado por la muerte.
NOS enseña Chesterton que sólo quienes nadan a contracorriente saben que están vivos; tal vez dejarse llevar por la corriente sea más plácido y descansado, pero uno corre el riesgo de convertirse en sustancia inerte sin siquiera advertirlo. Las grandes batallas del pensamiento, los avances que han ensanchado el horizonte humano, siempre se han librado a contracorriente; y, por ello mismo, han causado multitud de bajas y defecciones entre sus defensores. Pero hay causas a las que merece la pena entregarse contrariando el espíritu de los tiempos, sabiendo que en nuestro afán cosecharemos indiferencia, desdén o franca animadversión; pues, si renunciáramos a hacerlo, simplemente dejaríamos de ser humanos. La gran batalla de nuestro tiempo, el frente donde se dirime la supervivencia de nuestra humanidad, se llama aborto; y es ahí donde debemos exponernos quienes deseamos nadar a contracorriente...
Además:
TERCERA de ABC de su director, José Antonio Zarzalejos, La barbarie silenciosa (el aborto libre en España) y Editorial del mismo periódico de ayer, domingo 9 de diciembre de 2007, El aborto, un fracaso colectivo
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Declararse sin ambages contrario al aborto constituye en nuestra época una suerte de oprobio social: al antiabortista se le moteja de ultraconservador, de integrista religioso y no sé cuántas sandeces más. Se trata de una caracterización rocambolesca que, sin embargo, ha adquirido carta de naturaleza en el Matrix progre. Nunca he entendido cómo alguien que se proclama «progresista» pueda defender el aborto; se supone que quienes postulan el progreso del hombre deberían por ello mismo declararse obstinados defensores de la vida. La protección de la vida constituye algo más que un derecho esencial e inviolable del hombre, puesto que sin reconocimiento de la vida el Derecho mismo carecería de sentido. La vida genera Derecho, es el manantial del que el Derecho mismo nace. Una sociedad que no respeta la vida es una sociedad sin Derecho. La protección de la vida nos impone la execración de la pena de muerte, despierta nuestra conciencia social, alimenta nuestros deseos de paz y concordia: la vida nos reclama, la vida nos interpela, la vida nos exige su constante e intransigente vindicación, frente a quienes pretenden convertirla en un bien supeditado a otros intereses. La misión de un auténtico defensor del progreso humano consiste en defender la vida frente a la muerte y en luchar para que la vida de los indefensos mejore, hasta alcanzar las cotas de dignidad que su condición humana exige. ¿Acaso existe vida más indefensa e inerme que la vida gestante? ¿Cómo se puede rechazar la pena de muerte y al mismo tiempo aceptar el aborto? ¿Cómo se puede sentir un impulso de piedad hacia quienes sufren hambre o persecución o cualquier tipo de abuso si no nos apiadamos antes de esas vidas a las que arrebatamos su destino?
Toda defensa del hombre que no se sostenga sobre la condena del aborto es una casa erigida sobre cimientos de arena. Tal vez nos sirva para mantener en pie el tinglado de la farsa y fingir que seguimos siendo humanos; pero, sin saberlo, ya nos hemos convertido en sustancia inerte que la corriente arrastra. Sólo en una sociedad de hombres inertes podría aceptarse un crimen de esta magnitud. Y aquí convendría especificar que tan culpables son quienes lo perpetran o defienden como quienes con su silencio o indiferencia lo amparan. El crimen del aborto arroja ante nuestros ojos la pesadilla de una sociedad caníbal, saturnal, que devora a sus propios hijos, entregada a una orgía de muerte. No puede haber orden social justo allá donde la vida no es protegida obstinadamente; no puede ni siquiera haber orden humano, porque sólo somos hombres cuando combatimos la muerte, cuando hacemos de la vida nuestro más denodado afán, nuestra vocación primera e incondicional.
Esta es la gran batalla de nuestro tiempo: una batalla que nuestro tiempo no desea librar por cobardía, por comodidad, por orfandad de convicciones morales; pero acaso por ello mismo la batalla más hermosa e irrenunciable. Una batalla a la que debemos entregarnos como quien nada a contracorriente, sabiendo que tal vez nos agotemos en un braceo extenuador, sabiendo que tal vez no alcancemos la orilla. Pero otros tomarán nuestro relevo. Y, mientras dure la batalla, al menos sabremos que estamos vivos, irradiando vida en un mundo acechado por la muerte.
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SIMIOS Y PREEMBRIONES
Releo la propuesta del Proyecto Gran Simio. Si no fuera porque no hay duda de que estamos en abril, creería que se trata de una inocentada típica del 28 de diciembre. El tema es que los grandes simios se han plantado en el Congreso de los Diputados para incluir a los antropoides no humanos en una comunidad de iguales, otorgándoles la protección moral y legal de la que actualmente sólo gozan los seres humanos. En otras palabras, pedir que se reconozcan los "derechos humanos" de los gorilas, orangutanes o chimpancés. El punto de partida es el siguiente dato: somos genéticamente iguales en un 98,8%. El objetivo: librar a los monos del maltrato, las jaulas, la muerte y la extinción.
La conclusión que se desprende de esta propuesta y de la nueva Ley de la reproducción humana artificial se desprende sola. No es necesario pensar. El simio se asimila al hombre y el embrión humano a la cosa.
El proyecto de Ley de Reproducción humana artificial da un paso más respecto de la Ley de reproducción asistida de 1988 : introduce el concepto de preembrión. Y entiende por preembrión el embrión in vitro constituido por el grupo de células resultantes de la división progresiva del ovocito, desde que es fecundado hasta 14 días más tarde. El día 15 ya es embrión. Porque, según la nueva Ley, hasta el día catorce es -más o menos- el momento en que deja de ser posible la gemelación; y también que -más o menos- desde entonces se incrementa notablemente la viabilidad del embrión por haberse consolidado su implantación en la madre. La cuestión de fondo es que se contempla una fase pre-humana, que dura catorce días. Este supuesto preembrión - o sus células - podrá ser utilizado con fines comerciales, industriales y cosméticos. Se elimina la obligación de congelar los no implantados en el útero. Y –ojo al dato- se permitirá la unión de sus células germinales con células animales, lo que se denomina “quimeras” o híbridos interespecíficos para experimentar con ellos.
La siguiente conclusión que se desprende no se desprende sola. Hay que utilizar nuestra capacidad de raciocinio, pero les aseguro que no es en absoluto complicada. A los simios les faltará siempre un 1’2 % para ser hombres; jamás serán personas. ¿Y el “peembrión”?. El preembrión lleva impreso desde el primer instante en que es fecundado toda la información genética de un ser humano, distinto a todos los demás, único e irrepetible. Si nadie lo toca ni lo manipula, inicia un proceso vital: de embrión a feto, de feto a niño, de niño a joven, de joven a adulto y de adulto a anciano. Luego es una vida desde su concepción.
Los que, por fortuna, pudimos estudiar filosofía “en serio” recordamos el concepto aristotélico del cambio. Aristóteles define el cambio –el movimiento en términos metafísicos- como el paso de potencia a acto. El cambio es la actualización de todo lo que se es en potencia. El embrión es acto de ser que posee en potencia todo lo que irá actualizándose con el paso del tiempo. Lo que ahora somos es la actualización de lo que ayer éramos en potencia; lo que fuimos ayer es lo que anteayer potencialmente éramos.... Y así sucesivamente hasta que llegamos al punto en el que fuimos embrión con todas las potencias por actualizar. ¿Quién se atreve a negar que un preembrión –un embrión con menos de catorce días- no es una vida humana al 100%?. Aunque suene a perogrullada, lo demuestra la ley natural y el sentido común. No los toquen. Déjenlos crecer en su hábitat, que no es otro que el vientre de la madre ... y al cabo de unos años serán la charcutera, el profesor de nuestros hijos, la cantante de moda, el médico de cabecera, el conductor del autobús, el recepcionista del hotel, la ministra de... si les permiten vivir.
“¿Qué estás haciendo?”. me preguntó ayer mi hija pequeña mientras repasaba estos asuntos. “Estoy leyendo cosas sobre preembriones”, respondí. “¿Y que es eso?”, volvió a preguntar. “Lo que tú eras cuando ni siquiera yo sabía que existías, cuando tenías tan poquitos días de vida que eras muchísimo más menuda que esta uña”. Y le enseñé el dedo meñique. “A algunos los congelan; y a los que no sirven, los tiran”. “¿¿¿¿Los tiran???”. Su reacción fue inmediata. “¡Pero si eso es matar!”. Ahí queda la afirmación de una mente de once años no contaminada.
Sunsi Estil-les Farré
Recuerdos de Juan Emilio, le saludé en su nueva oficina hace una semana...