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Los fantasmas del pasado

Ayer, un amigo me sorprendió con un préstamo que demuestra que me conoce: "toma, pienso que te gustará leerlo". Se trata de un relato autobiográfico de uno de mis influencers preferidos, Joseph Pierce, editado por una de esas editoriales contra corriente y verdaderamente revolucionarias que aún existen y resisten, Palabra. Pierce ha tenido el valor, la humildad y la sinceridad de titularlo "Mi carrera con el diablo. Del odio racial al amor racional". Un regalo para este fin de semana, si no lo tuviera ya comprometido con dos encuentros de trabajo en los que me corresponde hablar sobre amistad.

A Pierce le debo algunos de los mejores ratos de mi vida, pasados leyendo sus trabajos sobre los escritores ingleses de finales del XIX y comienzos del XX, empezando por uno de esos libros de obligada cabecera: "Escritores conversos". No he podido resistir, por tanto, la tentación de empezar la lectura anoche mismo, y ya en capítulo tres me encuentro con una de esas páginas para enmarcar, una explicación precisa y clara de la desvaída -pero persistente- presencia del cristianismo en la Inglaterra de su infancia, que tanto se parece a la de la España de hoy, con remate poético final.

MI CARRERA CON EL DIABLO
Capítulo 3, págs. 25-26

Los fantasmas del pasado

Flannery O'Connor escribió que, «aunque Cristo no es el centro del sur [de los Estados Unidos]», al sureño, el fantasma de Cristo «sí que lo atormenta» (Misterio y maneras. Prosa ocasional, Madrid, Encuentro, 2007, p. 59). Sería igual­mente acertado decir que en Inglaterra el fantasma de Cristo también está muy presente, aunque en el caso de Inglaterra sería más próximo a la verdad decir que se tra­ta de un invitado no deseado, una sombra del pasado que se resiste a desaparecer. Así fue como la figura desvaída de Cristo proyectó su sombra sobre mi infancia, aunque, como muchas otras cosas, yo no lo supiera entonces. La sombra de su presencia y de la presencia de su Iglesia es­taba por todas partes, aunque de manera grotescamente distorsionada por la difamación y deformación que siguió a la ruptura de Inglaterra con Roma. Para hacer honor a la verdad, habría que decir que a la deformada presencia de Cristo la ensombrecían la deformante presencia de la Reforma en Inglaterra y la propaganda antipapista que promovió. Esta es, al menos, la impresión que yo saco cuando analizo el panorama cultural de mi infancia, al escrutarla con la sabiduría de la mirada retrospectiva, desde la atalaya que salva el abismo de años que me sepa­ran de ella.

Pongamos por caso el nombre de uno de los bosques en los que mis amigos y yo solíamos jugar. Pensábamos que Ladywood, el bosque de la lady, de la señora, se lla­maba así porque había pertenecido en tiempos a una no­ble señora medieval. Nuestra fecunda imaginación conci­bió una trágica historia que incluía su prematura muerte, cuya consecuencia fue que el bosque estuviera encantado y que el desconsolado fantasma de la señora siguiera va­gando incansablemente entre los árboles. La perspectiva de encontrarnos al espectro de la señora en la oscuridad del bosque añadía, como en otros casos, un punto de te­rrorífica emoción a nuestras aventuras. Aquella fantasmal leyenda velaba la más que probable verdad de que «Ladywood» era una abreviación coloquial de «Our Lady's Wood», el bosque de Nuestra Señora, el nombre con el que nuestros antepasados católicos lo habían bautizado para dedicárselo a la Madre de Dios. Así pues, sobre la sombra de María se había proyectado la sombra de mo­dernas leyendas que habían eclipsado su mística presen­cia. Al pensar en cómo María había sido exiliada del lugar mismo que había sido dedicado a ella, en cómo había si­do desalojada de la historia de Inglaterra, en cómo se le había negado un sitio en mi imaginación infantil, me vie­nen a la cabeza las palabras de queja de María en el poe­ma de John Henry Newman «La Reina peregrina»:

Y a mí entre zarzales
me hicieron vagar
sola en esta tierra
verde de alegría,
la tierra que en tiempos
fuera tierra mía.

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Foto: Ediciones Palabra


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