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Navidad, “el estilo de Dios”

Para quitar un poco el posible mal sabor de boca de las dos entradas anteriores, y para situar las cosas en su lugar y perspectiva, porque es Navidad.

Pedro Rodríguez. Profesor de la Facultad de Teología Universidad de Navarra
Análisis Digital, 22 de diciembre de 2005

“Cuando un profundo silencio lo envolvía todo, en el preciso momento de la medianoche, tu Palabra omnipotente, desde los cielos, desde tu trono real, cual invencible guerrero, se lanzó en medio de la tierra...” (Sabiduría 18, 14-15).

Hace pensar. La Iglesia, cuando trata de describir el infinito recogimiento que rodeó el nacimiento de aquel Niño, recurre a estos versículos del Libro de la Sabiduría, que nos hablan de la potencia irresistible de Dios ejerciendo su justicia sobre la Tierra. Tal vez porque en el Niño que nace aquella noche silente está toda la Potencia de Dios. Dejemos por una vez de ser racionalistas, que es la única manera de venir a ser razonables. Dejemos hoy que se abran los ojos de la fe, y contemplemos el misterio. Que hable pausadamente el corazón repleto de inteligencia. O mejor, que calle, y escuche: estamos en tierra sagrada, al filo de la medianoche.

Lo que sucedió aquella noche... tenía tras de sí nueve meses de historia en el seno de una Virgen de Nazareth —a la que llaman “¡Bendita!” todas las generaciones (cfr. Lc 1, 48)— y el cúmulo de los siglos en la historia (en realidad prehistoria) de la humanidad postrada. Y. sin embargo, san Lucas, el evangelista, que conoció lo profundo de los hechos en coloquio con la Virgen Madre, nos desconcierta en su sobriedad narrativa. Abrimos su Evangelio por el capítulo segundo, como hace la Iglesia en la Misa del Gallo: “José, como era de la familia de David, subió desde Nazareth, ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, para inscribirse en el censo con su esposa María, que estaba encinta. Y estando allí, aconteció que se le cumplieron los días del parto, y dio a luz a su Hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo recostó en un pesebre, porque no hubo para ellos sitio en el mesón…” (Lc 2, 4-7).

Buscando la intimidad perdida

Después del pecado de origen, en los albores de la historia humana, la Humanidad andaba por caminos de muerte. Errantes, alejados de Dios, la mujer y el hombre cumplían, sin embargo, el mandato de su Señor: se multiplicaban y poblaban la Tierra (cfr. Gen 1, 22). Una nostalgia de Infinito se asentaba, irreprimible, en su espíritu, y a tientas, lastrados por el pecado, trataban en vano de reconstruir por sus propias fuerzas lo que era radicalmente un don gratuito de Dios. Pero el Señor, desde el principio, se apiadó de los hombres. Y comenzó el diálogo entre el hombre y Dios. “Sal de tu tierra, y de tu clan, y ponte en camino a la tierra que yo te mostraré" (Gen 12, 1). Y Abrahán obedeció, y se puso en camino. “Sin saber a dónde iba” (Heb 11, 8), nos dirá la Carta a los Hebreos siglos después: sólo por la fe, fiándose de Dios. “Tu descendencia será como las estrellas del cielo y las arenas del mar” (Gen 22, 17). De momento, es un pequeño pueblo, insignificante: unas tribus nómadas, a las que Yaweh-Dios hace objeto de su predilección —de sus caricias y de sus exigencias.

La historia de este pueblo es la historia de la proximidad de Aquel que sigue siendo el tres veces Santo: el Separado, el Trascendente, el que habita en una gloria inaccesible. “A Dios nadie le ha visto jamás”, escribirá más tarde el Apóstol San Juan (Jn 1, 18). Y es verdad, porque el Señor se sirve de mensajeros, de hombres que hablan de Dios. Se conocen, sí, por su misericordia, los designios del Altísimo, pero aquella intimidad primera se perdió: aquel trato con el Señor, que “se paseaba por el jardín a la brisa de la tarde” (Gen 3, 8). Ahora la Humanidad es solo Tiempo, y Dios, la Eternidad. Aquellos hombres enviados —patriarcas, profetas— señalan un tiempo futuro en el que alguien —el Mesías— volverá a anudar Eternidad y Tiempo. Y se espera el momento como a ciegas, buceando en las Escrituras. Y en un Adviento de siglos, los israelitas piadosos rezan a Yaveh para que precipite los tiempos y la Humanidad entera recobre la amistad de Dios.

Lo que no podía imaginar Israel es lo que de hecho ocurrió en aquel día —tan lejano y hoy tan próximo— al filo de la medianoche. Estaba escrito, ciertamente. Isaías (9, 5) lo había visto en lontananza. "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Sobre sus hombres, el imperio. Y su nombre, Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz”. Estaba escrito, pero se dio aquí, de manera eminente, lo que es propio de todas las promesas divinas: que rebosan generosidad. Dios siempre da más de lo que los hombres esperan. Por eso la profecías sólo se entienden a partir de su cumplimiento. Los hombres esperaban a un hombre de Dios y vino ¡Dios hecho Hombre! Más vale decirlo así, de una vez y llanamente: “Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito” (Jn 3, 16). Finalidad del don: “para que todo el que crea en él no perezca y tenga la vida eterna”.

Un Niño, que es Dios

Aquella noche acabó la lejanía, incluso la proximidad. Comienza la intimidad de Dios con su criatura. En el Dios-hecho-hombre se consumó la prehistoria e hizo eclosión en el tiempo el Amor eterno de Dios: el Verbo se hizo hombre —¡carne!, dice Juan con tremendo realismo— y habitó entre nosotros (Jn 1, 14). Ya no son mensajeros, es Dios mismo el que viene. En adelante, Dios vivirá entre los hombres siendo hombre sin dejar de ser Dios. “Un Niño nos ha nacido”. He aquí el misterio de la Navidad: un Niño, que es Dios.

El gran Papa Juan Pablo II lo explicaba con su vigor característico en la tercera Navidad de su pontificado: “Es necesario recuperar la verdad de la Navidad en la autenticidad del dato histórico y en la plenitud del significado que trae consigo.

“El dato histórico es que, en un determinado momento de la historia y en una concreta región de la tierra, de una humilde mujer de la estirpe de David nació el Mesías, anunciado por los Profetas: Jesucristo.

“El significado es que con la venida de Cristo, toda la historia humana ha encontrado su salida, su explicación, su dignidad. Dios nos ha salido al encuentro en Cristo, para que pudiéramos tener acceso a El. Mirándolo bien, la historia humana es un anhelo ininterrumpido hacia la alegría, la belleza, la justicia, la paz. Se trata de realidades que sólo en Dios pueden encontrar su plenitud. Pues bien, la Navidad nos trae el anuncio de que Dios ha decidido superar las distancias, salvar los abismos inefables de su trascendencia, acercarse a nosotros, hasta hacer suya nuestra vida, hasta hacerse nuestro hermano” (Discurso 23-XII-1981).

Un Niño, que es Dios. Se comprende que la razón pura se rebele. Un Dios que cruza, como alguien ha dicho, el “umbral” de la historia no puede ser comprendido por la “pura” razón, que es una razón “impurificada” por el orgullo. Sólo cuando la razón se hace razonable, dije antes, puede por la fe abrirse al Dios Viviente y acercarse al “misterio”. Y el misterio es, precisamente, ése: la “condescendencia” de Dios al hombre, como le llamaban los Padres de la Iglesia, su abajamiento a la historia del hombre para asumir al hombre como historia: encarnación, nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección Dios hecho hombre. Condescendencia que tiene su momento conmovedor en la Navidad, es decir, en el “misterio de la encarnación y del nacimiento del Hijo de Dios”.

Esta noche, la razón, repleta de fe, se asienta en el corazón, y calla, contempla, adora, porque es Dios mismo el que habla en el Hijo, que es su Palabra. Dios nos habla esta noche su Palabra de Amor. “Esta es hoy la más absoluta novedad —dejó escrito San Pablo (Heb 1, 2)—: Dios nos ha hablado en la Persona de su Hijo” La Palabra amorosa de Dios —su Amor incomprensible— es el Niño que nace esta noche en Belén.

“Y lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre ...”. La Virgen María estrechaba contra su pecho aquel fruto de su vientre y del Poder de Dios. Aquella criaturica débil, indigente y aterida de frío es el Dios Altísimo. Y María, poniendo al Niño suavemente sobre las pajas del establo —entre un buey y una mula según la tradición—, se puso de rodillas y adoraba al hijo de sus entrañas sin hacer un acto de idolatría. Por primera vez en la historia humana —dejó escrito Jean Guitton— una madre podía besar a su hijo y decirle ¡te adoro! sin riesgo de adorarse a sí misma. José, aquel varón recio y joven, esposo de María, se arrodilló también y adoró al que llamarían las gentes “el hijo del carpintero” (cfr Mt 13, 55).

Benedicto XVI: “aprender el estilo de Dios”

El portal. La cueva. El frío y la pobreza. La ingratitud de los hombres. Todo son pruebas del amor de Dios y de la obediencia de Cristo. Pero hemos de volver, una vez y otra, al eje del misterio, que está en la misma carne de ese Niño. “Se llamará Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros” (Mt 1, 23). Jesús no es Dios que se “aparece”. El Niño no es una aparición de Dios: es Dios en carne humana. En Jesús hombre, Dios se hace visible. Es el Rostro humano de Dios; lo dijo él: “Tanto tiempo que estoy con vosotros ¿y aún no me habéis conocido? Felipe, quien me ve a mí ve al Padre” (Jn 14, 9).

Jesús es todo el amor de Dios —el amor infinito de Dios— amando en y desde el corazón de un hombre. Este es el misterio de la Navidad. La Iglesia expresa con palabra precisa el acontecimiento de Belén, centro de la fe cristiana: en Jesucristo, el Hijo eterno de Dios, que es Dios como el Padre, ha asumido la naturaleza humana, y es hombre como nosotros: “perfectus Deus, perfectus homo”, dice la Iglesia con fórmula lapidaria (Símbolo Atanasiano). Tan hombre que nació de una mujer —“bendita entre las mujeres” (Lc 1, 28)— y empezó su historia como todos los hombres: viviendo primero en el vientre de su madre y siendo después un niño, el Niño, el Niño Jesús, que lloraba, y mamaba del pecho de María, y tenía frío, y sonreía, y balbucía sus primeras palabras y andaba sus primeros pasos. La Escritura lo dice más sobriamente: “Crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 40).

Que Dios se haga hombre. Esto es lo que arranca oleadas de estupor en la mente, que se encuentra desbordada. Pero el corazón “entiende”, y se dice: “Dios es Amor y el amor hace cosas así”.

“Se ha hecho tan pequeño —ya ves: ¡un Niño!— para que te le acerques con confianza” (Josemaría Escrivá, Camino, 94). Hoy entramos los cristianos en el Portal de Belén, y con la Virgen y José contemplamos, extasiados, a Jesús, el Salvador. Adoramos. “Hemos venido a adorarle”, como rezaba el lema de la JMJ de Colonia 2005. Nos postramos en el Portal de Belén y miramos al Niño.

Llegan los Magos Y dice Benedicto XVI: “Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser diferentes, han de aprender el estilo de Dios” (Homilía del sábado, 20 agosto 2005)

“El estilo de Dios”. “Ya ves: ¡un Niño!”. Hay que aprender, como los Magos, el estilo de Dios. Una alegría inmensa comienza a brincar en el alma, que se siente impulsada a salir a las plazas cantando: “Un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado...". Es la fiesta de Navidad, el rumor gozoso de los villancicos de las tierras de España. Sabedlo, sabedlo todos: ¡Dios nos ama! ¡Ha querido nacer de una Mujer! ¡Se ha hecho un Niño! ¡Es el estilo de Dios!

Aquí se forja el núcleo de la fe cristiana. Sin confesar este misterio no se es cristiano. La cristología popular de la Navidad nos brinda en el villancico la fórmula poética de la fe: “Alegría, / alegría en Belén, / porque esta noche ha nacido / ¡ay! de una rosa este clavel..."

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