Por JUAN MANUEL DE PRADA
ABC, 29 de abril de 2006
IMAGINO que a alguna de las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan, enfrentada a su formulario de declaración de la renta, le asaltará el dilema de si debe colaborar en el sostenimiento de la Iglesia. Quizá esa lectora hipotética a la que me dirijo no sea una católica practicante, quizá la incomoden algunos pronunciamientos de las jerarquías eclesiásticas, quizá la fe que exaltó su infancia se haya agostado; sin embargo, le desagrada ese laicismo belicoso que se respira en el ambiente, se siente a disgusto cada vez que la Iglesia es escarnecida desde tribunas mediáticas y acosada por quienes desean resucitar ese clima de anticlericalismo aciago que infama los peores pasajes de nuestra Historia. A esas personas que, sin comulgar plenamente con sus postulados, valoran beneficiosamente el acervo moral que la Iglesia nos ha transmitido; a esas personas que, desde la distancia con la fe y la práctica católicas, consideran beneficiosa la aportación de la Iglesia al debate de las ideas y su defensa coherente de unos principios humanistas en medio de una sociedad que galopa desbocadamente hacia la deshumanización van dirigidas estas líneas.
¿Se han detenido a considerar cómo sería nuestra sociedad sin la aportación de la Iglesia? Thomas Mann nos recordaba que el cristianismo constituía un enriquecimiento sin parangón de lo «específicamente humano», un poder moralizador del que el hombre occidental nunca debería desprenderse, salvo que ansiara su destrucción. Pero, además de este infinito caudal de conquistas morales y culturales que el cristianismo nos ha legado (un caudal que sólo los muy resentidos o los muy obtusos se atreverán a negar), conviene destacar la ímproba misión que la Iglesia ha asumido en una época como la nuestra, en que los viejos errores (los errores que conducen al hombre a su autodestrucción) se presentan como modas novedosas y atractivas. Justo ahora, en una época de incertidumbres, en que los fundamentos éticos de nuestra convivencia se han reducido a escombros, la Iglesia ofrece a nuestra sociedad un valioso baluarte de coherencia, de incómoda coherencia si se quiere; pero el mero hecho de defender posturas incómodas cuando lo más sencillo sería dejarse arrastrar por la marea del relativismo rampante demuestra el valor primordial e insustituible de la Iglesia. Sumemos a esta condición de baluarte inexpugnable la ayuda espiritual que brinda a millones de personas, sumemos su ingente labor asistencial, caritativa, educadora, humanizadora en definitiva; y llegaremos a la conclusión de que la Iglesia es un precioso bien común que debemos preservar.
Una forma de reconocer esta aportación ingente de la Iglesia a lo «específicamente humano» es colaborar en su sostenimiento económico. Al marcar la casilla de la Iglesia en nuestra declaración de la renta, estamos favoreciendo que esa voz a veces enojosa, a menudo discrepante de las modas, siempre leal a unos principios que se cifran en el mensaje eternamente novedoso del Galileo siga escuchándose. Decía Chesterton que la Iglesia ofrece a los hombres una muralla de apariencia disuasoria, erizada de abnegaciones y sacrificios; pero una vez salvada esa muralla, el hombre se topa con un prado de libertad en el que pude retozar feliz como un niño. Los enemigos de la Iglesia, en cambio, nos ofrecen una alternativa de apariencia más golosa y encantadora; pero en su meollo se retuercen las serpientes de la angustia. Al marcar la casilla de la Iglesia en nuestra declaración de la renta, no hacemos sino reconocer de dónde venimos y hacia dónde vamos; no hacemos sino cultivar ese prado donde aún podemos retozar en libertad. Quienes prefieren que sigamos extraviados y confusos, contemplarían con regocijo que no marcáramos esa casilla.
ABC, 29 de abril de 2006
IMAGINO que a alguna de las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan, enfrentada a su formulario de declaración de la renta, le asaltará el dilema de si debe colaborar en el sostenimiento de la Iglesia. Quizá esa lectora hipotética a la que me dirijo no sea una católica practicante, quizá la incomoden algunos pronunciamientos de las jerarquías eclesiásticas, quizá la fe que exaltó su infancia se haya agostado; sin embargo, le desagrada ese laicismo belicoso que se respira en el ambiente, se siente a disgusto cada vez que la Iglesia es escarnecida desde tribunas mediáticas y acosada por quienes desean resucitar ese clima de anticlericalismo aciago que infama los peores pasajes de nuestra Historia. A esas personas que, sin comulgar plenamente con sus postulados, valoran beneficiosamente el acervo moral que la Iglesia nos ha transmitido; a esas personas que, desde la distancia con la fe y la práctica católicas, consideran beneficiosa la aportación de la Iglesia al debate de las ideas y su defensa coherente de unos principios humanistas en medio de una sociedad que galopa desbocadamente hacia la deshumanización van dirigidas estas líneas.
¿Se han detenido a considerar cómo sería nuestra sociedad sin la aportación de la Iglesia? Thomas Mann nos recordaba que el cristianismo constituía un enriquecimiento sin parangón de lo «específicamente humano», un poder moralizador del que el hombre occidental nunca debería desprenderse, salvo que ansiara su destrucción. Pero, además de este infinito caudal de conquistas morales y culturales que el cristianismo nos ha legado (un caudal que sólo los muy resentidos o los muy obtusos se atreverán a negar), conviene destacar la ímproba misión que la Iglesia ha asumido en una época como la nuestra, en que los viejos errores (los errores que conducen al hombre a su autodestrucción) se presentan como modas novedosas y atractivas. Justo ahora, en una época de incertidumbres, en que los fundamentos éticos de nuestra convivencia se han reducido a escombros, la Iglesia ofrece a nuestra sociedad un valioso baluarte de coherencia, de incómoda coherencia si se quiere; pero el mero hecho de defender posturas incómodas cuando lo más sencillo sería dejarse arrastrar por la marea del relativismo rampante demuestra el valor primordial e insustituible de la Iglesia. Sumemos a esta condición de baluarte inexpugnable la ayuda espiritual que brinda a millones de personas, sumemos su ingente labor asistencial, caritativa, educadora, humanizadora en definitiva; y llegaremos a la conclusión de que la Iglesia es un precioso bien común que debemos preservar.
Una forma de reconocer esta aportación ingente de la Iglesia a lo «específicamente humano» es colaborar en su sostenimiento económico. Al marcar la casilla de la Iglesia en nuestra declaración de la renta, estamos favoreciendo que esa voz a veces enojosa, a menudo discrepante de las modas, siempre leal a unos principios que se cifran en el mensaje eternamente novedoso del Galileo siga escuchándose. Decía Chesterton que la Iglesia ofrece a los hombres una muralla de apariencia disuasoria, erizada de abnegaciones y sacrificios; pero una vez salvada esa muralla, el hombre se topa con un prado de libertad en el que pude retozar feliz como un niño. Los enemigos de la Iglesia, en cambio, nos ofrecen una alternativa de apariencia más golosa y encantadora; pero en su meollo se retuercen las serpientes de la angustia. Al marcar la casilla de la Iglesia en nuestra declaración de la renta, no hacemos sino reconocer de dónde venimos y hacia dónde vamos; no hacemos sino cultivar ese prado donde aún podemos retozar en libertad. Quienes prefieren que sigamos extraviados y confusos, contemplarían con regocijo que no marcáramos esa casilla.
Comentarios
y ahora el nuevo papa de transición con el Opus detrás, lo que hace falta es construir una religión nueva sin estructuras de mierda, podridas y olvidarse ya de la católica, no se puede enmendar algo con tan malos antecedentes....el hombre es un ser moral por naturaleza no le hace falta una moral artificial que no se cree lo que dice
Para mí que le ofusca un poquito la crispación, ¡en Huelva! ¡con los buenos langostinos y el maravilloso jamón de esa tierra!