Estos días de Semana Santa son lo que son, un grito silencioso de la fe milenaria de un pueblo, que sale a la calle sin rebozo, al margen de toda cruzada laicista, racionalista y sesuda. Estas son las verdades que creemos, y para glosarlas rescato dos artículos que tenía guardados del año pasado, nada envejecidos, como nuestras sencillas , claras y bellas convicciones.
Días de Pasión
POR JUAN MANUEL DE PRADA/ ABC 25.III.2005
El rastro de cera tardará en borrarse de los adoquines, como de la memoria de miles de españoles las procesiones de Semana Santa. Hoy, Viernes Santo, se vivirá el capítulo más impactante mientras la cruzada laicista sigue en busca de un aposento.La ciudad de mi infancia huele en estos días como una gran colmena derretida. La cera de los hachones deja su rastro de lágrimas gordas sobre los adoquines de las callejuelas escoltadas de iglesias románicas, acantilados de piedra que guardan el rescoldo de una fe milenaria. Un ejército de cofrades desfila a la luz esmerilada de las farolas; vistos desde lejos, sus capirotes semejan un bosque de lanzas vivas, empenachando la noche con el vaho de sus respiraciones, que ascienden al cielo como una plegaria unánime y silenciosa. Aún tendrán que pasar muchas semanas antes de que el rastro de cera que los cofrades dejan a su paso se borre de los adoquines; pero el rastro de esa plegaria espontánea que el pueblo eleva al cielo no se borrará jamás, por mucho que se empeñen los corifeos de la cruzada laicista. La ciudad de mi infancia, como tantas otras ciudades de España, se llena en estos días de una multitud que coloniza las aceras y abarrota los soportales de las plazas, para contemplar el paso de las procesiones que se anuncian desde lejos, con el redoble lento de los tambores y el tañido de la campana que hace sonar el llamado "barandales", un tañido que tiene algo de esquila fúnebre, de tan escueto y campesino. A la vibración de ese tañido, la gente acude como requerida por la llamada ancestral de la sangre: en las escenas de la Pasión se cifra nuestra genealogía espiritual; y en la imagen de Cristo colgado de un madero se condensa el dolor del mundo.El carillón del Ayuntamiento señala la hora inverosímil de la muerte de Dios con un acorde que se queda temblando en el aire, gemebundo y herrumbroso. El Crucificado desfila por las calles convertidas en plegaria viva, balanceándose sobre los hombros de los porteadores, con la mirada estrangulada de sangre y el pecho abierto por el hierro; el imaginero que lo talló cuidó mucho la arquitectura tensa de las costillas, que tienen un no sé qué de arpa rota, estremecida de estertores, y el escorzo de los brazos, que se abren en un último paroxismo de amor, ansiosos de abarcar el mundo. La multitud contempla a Dios cara a cara, como antaño debieron contemplarlo quienes acompañaron su ascenso al Gólgota; a las gargantas de la multitud trepa un coágulo de rabia, un amasijo de lágrimas que se quedan pegadas -saladas como la herrumbre-- al velo del paladar. Son tan sólo unos minutos, apenas lo que dura el paso de Cristo a hombros de los porteadores, pero en ese lapso mínimo de tiempo cabe el vertiginoso universo. Embalsamado por el olor de colmena derretida que embriaga la ciudad de mi infancia, revivo el misterio de la Pasión.Una imagen basta para desvelarnos la belleza incalculable de ese misterio: el arte alcanza así su misión primordial -la misión que los mercaderes le han usurpado-, que no es otra que hacer inteligible, mediante un golpe de emoción, lo trascendente. El Crucificado se pierde ya al final de la calle, bajo la noche ciega de astronomías. Cuando claree y descubramos la tumba vacía, podremos proclamar exultantes: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?». Y entonces nos reiremos a mandíbula batiente de los corifeos de la cruzada laicista.
ECHAR A DIOS DE LA CIUDAD
Por Ignacio RUIZ QUINTANO/ ABC 23 de marzo de 2005
A lo mejor todo viene del 10 de noviembre de 1619, cuando Descartes, que había tenido un sueño extraño en medio de extraños signos y alegorías, decidió que había descubierto una filosofía destinada a cambiar el mundo: el racionalismo, hijo de un sueño raro, consecuencia, a su vez, de una mala cena. ¿Qué cenó Descartes la noche del 10 de noviembre de 1619? El racionalismo odia a la imaginación. El hombre antiguo todo lo reducía a símbolos. El hombre moderno todo lo reduce a razones. «En realidad, ¿qué perseguía usted?», le pregunta Ruano a Marinus, el pirómano del Reichstag, en una sesión del juicio. «El mundo nuevo va a llegar... Pero menos deprisa que debiera... Necesitamos ayudarlo...», contesta. «¿Quiénes, los comunistas?» «Los vagabundos. Los que vemos llegar el mundo nuevo. Hay que empujar al mundo viejo.» «¿Y por qué empujar al mundo desde Alemania?» «Der hertz von Europa ist! (¡Es el corazón de Europa!)» «¿Se arrepiente usted siquiera un poco?» «La cúpula... no salió bien del todo... Debió derrumbarse... Una cúpula es un símbolo.» El protestantismo, como era racional, «dejó escueta, entre salmos, a la Cruz desnuda». Por eso, dirá Pemán, no hay nada más católico que la Semana Santa de Sevilla, donde todos los sentidos, como mandan los místicos católicos, toman parte en el éxtasis. «El paganismo... , la idolatría, el politeísmo, bautizados, se llaman la Semana Santa de Sevilla.» Pemán ve todo el problema de las religiones -y el motivo de su variedad- en la exacta relación del Cuerpo y el Alma. Alma sin Cuerpo: budismos y nihilismos orientales, protestantismos y jansenismos espiritados, fríos, iconoclastas y desnudos. Cuerpo sin Alma: paganismo, culto a la pura naturaleza física. Equilibrio Alma y Cuerpo: catolicismo, con su dogma de la Encarnación, con su dogma de la resurrección de la carne, con sus imágenes, con su liturgia. El «Dios en la ciudad» de Romero Murube es en su plenitud el dogma de la Encarnación. OCURRE, sin embargo, que los ojos, como dijo Borges desde la profundidad de su ceguera, sólo ven lo que están habituados a ver: «Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra su libro.» Y Steiner, que sigue queriendo saber cuál es la nueva metáfora de la esperanza, se queja de que las vulgares suficiencias de nuestra psicología y nuestra sociología no van al centro de la cuestión: si la existencia de Dios es hoy un problema vivo. ¿Arde todavía la Zarza o es sólo objeto de la curiosidad del psicólogo y el historiador?TODO viene, como decíamos, del 10 de noviembre de 1619. Con el racionalismo, las personas que para echárselas de cultas iban de razonables dejaron de creer en Dios. La fe en Dios fue sustituida por la fe en las nacionalidades. Nietzsche levantó acta: «Dios ha muerto.» Y puesto que no se puede creer en ningún código moral sin creer en un Dios que te señale con el dedo, predijo para nuestro flamante siglo, con voz de Bonnie Tyler, el eclipse de todos los valores: «Total eclipse of the Heart».Dicen que este gobierno de progreso -el gobierno que presume de haber vuelto al «corazón de Europa» para ver llegar el mundo nuevo- prepara un Código Laico destinado a reprimir las manifestaciones religiosas en las calles, es decir, a echar a Dios de la ciudad. Es el mismo gobierno que el otro día, después de unas copas a la salud del Pasmo de Paracuellos, derribó una estatua de Franco, muerto hace treinta años. Declararon que ésa no era estatua de «consenso» -palabra católica, cosa que no saben-, y el derribo fue llevado a cabo «sin novedad», en palabras del hijo de Pepe, el de la tienda, que ahora deberá proceder a retirarlo del escalafón militar.
Días de Pasión
POR JUAN MANUEL DE PRADA/ ABC 25.III.2005
El rastro de cera tardará en borrarse de los adoquines, como de la memoria de miles de españoles las procesiones de Semana Santa. Hoy, Viernes Santo, se vivirá el capítulo más impactante mientras la cruzada laicista sigue en busca de un aposento.La ciudad de mi infancia huele en estos días como una gran colmena derretida. La cera de los hachones deja su rastro de lágrimas gordas sobre los adoquines de las callejuelas escoltadas de iglesias románicas, acantilados de piedra que guardan el rescoldo de una fe milenaria. Un ejército de cofrades desfila a la luz esmerilada de las farolas; vistos desde lejos, sus capirotes semejan un bosque de lanzas vivas, empenachando la noche con el vaho de sus respiraciones, que ascienden al cielo como una plegaria unánime y silenciosa. Aún tendrán que pasar muchas semanas antes de que el rastro de cera que los cofrades dejan a su paso se borre de los adoquines; pero el rastro de esa plegaria espontánea que el pueblo eleva al cielo no se borrará jamás, por mucho que se empeñen los corifeos de la cruzada laicista. La ciudad de mi infancia, como tantas otras ciudades de España, se llena en estos días de una multitud que coloniza las aceras y abarrota los soportales de las plazas, para contemplar el paso de las procesiones que se anuncian desde lejos, con el redoble lento de los tambores y el tañido de la campana que hace sonar el llamado "barandales", un tañido que tiene algo de esquila fúnebre, de tan escueto y campesino. A la vibración de ese tañido, la gente acude como requerida por la llamada ancestral de la sangre: en las escenas de la Pasión se cifra nuestra genealogía espiritual; y en la imagen de Cristo colgado de un madero se condensa el dolor del mundo.El carillón del Ayuntamiento señala la hora inverosímil de la muerte de Dios con un acorde que se queda temblando en el aire, gemebundo y herrumbroso. El Crucificado desfila por las calles convertidas en plegaria viva, balanceándose sobre los hombros de los porteadores, con la mirada estrangulada de sangre y el pecho abierto por el hierro; el imaginero que lo talló cuidó mucho la arquitectura tensa de las costillas, que tienen un no sé qué de arpa rota, estremecida de estertores, y el escorzo de los brazos, que se abren en un último paroxismo de amor, ansiosos de abarcar el mundo. La multitud contempla a Dios cara a cara, como antaño debieron contemplarlo quienes acompañaron su ascenso al Gólgota; a las gargantas de la multitud trepa un coágulo de rabia, un amasijo de lágrimas que se quedan pegadas -saladas como la herrumbre-- al velo del paladar. Son tan sólo unos minutos, apenas lo que dura el paso de Cristo a hombros de los porteadores, pero en ese lapso mínimo de tiempo cabe el vertiginoso universo. Embalsamado por el olor de colmena derretida que embriaga la ciudad de mi infancia, revivo el misterio de la Pasión.Una imagen basta para desvelarnos la belleza incalculable de ese misterio: el arte alcanza así su misión primordial -la misión que los mercaderes le han usurpado-, que no es otra que hacer inteligible, mediante un golpe de emoción, lo trascendente. El Crucificado se pierde ya al final de la calle, bajo la noche ciega de astronomías. Cuando claree y descubramos la tumba vacía, podremos proclamar exultantes: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?». Y entonces nos reiremos a mandíbula batiente de los corifeos de la cruzada laicista.
ECHAR A DIOS DE LA CIUDAD
Por Ignacio RUIZ QUINTANO/ ABC 23 de marzo de 2005
A lo mejor todo viene del 10 de noviembre de 1619, cuando Descartes, que había tenido un sueño extraño en medio de extraños signos y alegorías, decidió que había descubierto una filosofía destinada a cambiar el mundo: el racionalismo, hijo de un sueño raro, consecuencia, a su vez, de una mala cena. ¿Qué cenó Descartes la noche del 10 de noviembre de 1619? El racionalismo odia a la imaginación. El hombre antiguo todo lo reducía a símbolos. El hombre moderno todo lo reduce a razones. «En realidad, ¿qué perseguía usted?», le pregunta Ruano a Marinus, el pirómano del Reichstag, en una sesión del juicio. «El mundo nuevo va a llegar... Pero menos deprisa que debiera... Necesitamos ayudarlo...», contesta. «¿Quiénes, los comunistas?» «Los vagabundos. Los que vemos llegar el mundo nuevo. Hay que empujar al mundo viejo.» «¿Y por qué empujar al mundo desde Alemania?» «Der hertz von Europa ist! (¡Es el corazón de Europa!)» «¿Se arrepiente usted siquiera un poco?» «La cúpula... no salió bien del todo... Debió derrumbarse... Una cúpula es un símbolo.» El protestantismo, como era racional, «dejó escueta, entre salmos, a la Cruz desnuda». Por eso, dirá Pemán, no hay nada más católico que la Semana Santa de Sevilla, donde todos los sentidos, como mandan los místicos católicos, toman parte en el éxtasis. «El paganismo... , la idolatría, el politeísmo, bautizados, se llaman la Semana Santa de Sevilla.» Pemán ve todo el problema de las religiones -y el motivo de su variedad- en la exacta relación del Cuerpo y el Alma. Alma sin Cuerpo: budismos y nihilismos orientales, protestantismos y jansenismos espiritados, fríos, iconoclastas y desnudos. Cuerpo sin Alma: paganismo, culto a la pura naturaleza física. Equilibrio Alma y Cuerpo: catolicismo, con su dogma de la Encarnación, con su dogma de la resurrección de la carne, con sus imágenes, con su liturgia. El «Dios en la ciudad» de Romero Murube es en su plenitud el dogma de la Encarnación. OCURRE, sin embargo, que los ojos, como dijo Borges desde la profundidad de su ceguera, sólo ven lo que están habituados a ver: «Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra su libro.» Y Steiner, que sigue queriendo saber cuál es la nueva metáfora de la esperanza, se queja de que las vulgares suficiencias de nuestra psicología y nuestra sociología no van al centro de la cuestión: si la existencia de Dios es hoy un problema vivo. ¿Arde todavía la Zarza o es sólo objeto de la curiosidad del psicólogo y el historiador?TODO viene, como decíamos, del 10 de noviembre de 1619. Con el racionalismo, las personas que para echárselas de cultas iban de razonables dejaron de creer en Dios. La fe en Dios fue sustituida por la fe en las nacionalidades. Nietzsche levantó acta: «Dios ha muerto.» Y puesto que no se puede creer en ningún código moral sin creer en un Dios que te señale con el dedo, predijo para nuestro flamante siglo, con voz de Bonnie Tyler, el eclipse de todos los valores: «Total eclipse of the Heart».Dicen que este gobierno de progreso -el gobierno que presume de haber vuelto al «corazón de Europa» para ver llegar el mundo nuevo- prepara un Código Laico destinado a reprimir las manifestaciones religiosas en las calles, es decir, a echar a Dios de la ciudad. Es el mismo gobierno que el otro día, después de unas copas a la salud del Pasmo de Paracuellos, derribó una estatua de Franco, muerto hace treinta años. Declararon que ésa no era estatua de «consenso» -palabra católica, cosa que no saben-, y el derribo fue llevado a cabo «sin novedad», en palabras del hijo de Pepe, el de la tienda, que ahora deberá proceder a retirarlo del escalafón militar.
Comentarios
Estos días he estado charrando con un amigo, protestante-evangélico, y el artículo de RUIZ QUINTANO ha dado en el clavo de muchas cosas que tenía estos días en la cabeza. Genial. Gracias.