Pedro Rodríguez es sacerdote y profesor de Teología en la Universidad de Navarra.
El Mundo, 23 de enero de 2005
La cuestión del «artilugio», expresión de mi amigo Joaquín Navarro Valls en La Vanguardia del pasado viernes, tiene una insuperable capacidad de achatar el horizonte de algo que es en sí mismo grandioso y profundo: el amor entre el hombre y la mujer. Digo esto porque la calificación moral negativa del uso del preservativo es una sencilla afirmación de la dignidad de la persona humana y de sus actos; es una mera consecuencia de la doctrina de la Iglesia sobre el hombre. Esta doctrina es la que hay que conocer para entender la posición de la Iglesia sobre la relación hombre-mujer y la sexualidad humana, que tiene su pieza emblemática en el matrimonio, del que surge la continuidad de la humanidad en forma de familia.
Es una hermosa sabiduría la que propone el Evangelio: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. O sea que ya no son uno, sino una sola carne. Por eso, el matrimonio tiene de suyo un carácter «sagrado», y los actos del amor conyugal, por su propia naturaleza, se ordenan a la procreación de los hijos. esta es su profundidad y su belleza, y la responsabilidad de los esposos.
Pero la Iglesia no considera que su posición sea «confesional», sino patrimonio de la Humanidad. Lo dijo el Concilio Vaticano II con palabras que Juan Pablo II ha repetido: Jesucristo, al revelarnos el misterio de Dios, nos ha revelado también «el misterio del hombre»; es decir, nos ha facilitado entender muchas cosas que, por sí mismas, constituyen el perfil del hombre y de la mujer tal como han sido creados por Dios. Un gran «frente antropológico» basado en el redescubrimiento de la dignidad del hombre y de la mujer: eso es lo que la Iglesia católica está fomentando en el mundo entero al explicar el «misterio del hombre» revelado en Cristo. De ahí que proponga una vez y otra su mensaje, incansablemente, porque está convencida de que todo hombre, aunque no sea cristiano, lo puede «reconocen> dentro de sí mismo, desde su dignidad, como brotando de su propia conciencia.
El tenor de la pregunta de este debate parece envolverse en esta otra más amplia: ¿Se decidirá por fin la Iglesia a ser «políticamente correcta»? Y la Iglesia no lo puede ser. Siempre ha habido cristianos complacientes dispuestos a todo tipo de concesiones y cambalaches. No es de ahora. Siempre. Pero la Iglesia no tiene otra fuerza que su fidelidad al Evangelio en medio de su debilidad. Esto es lo que la convierte, en medio del conformismo consumista de la cultura contemporánea, en un permanente fermento revolucionario: es decir, de cambio. Su propuesta a nuestra sociedad es de cambio total: invertir la escala de valores dominante. Redescubrir dónde está la dignidad del hombre. Su mensaje es de paz y de fraternidad universal, pero sólo se puede realizar con el sacrificio de unos por otros.
Me acordaba al comenzar estas líneas de aquella cuestión que planteó Pedro, el Apóstol que había negado a Jesucristo, a los que le invitaban -desde «el Gobierno», diríamos hoy- a ser «políticamente correcto» (todo os irá muy bien: basta con que ya no habléis de Jesucristo). Les dijo: ¿Os parece justo obedeceros a vosotros antes que a Dios?... Y agregó: Nosotros no podemos dejar de hablar.
Detrás de esta expectación que se ha levantado ante el «cambio» de la Iglesia hay en algunos, ciertamente, el deseo de «verla hincar el pico», de humillarla, de desprestigiarla. Pero pienso sinceramente que esa expectación manifiesta, más bien, el desasosiego moral de tantas personas que querrían que la autoridad del Papa homologase su manera personal de proceder.
Pero la Iglesia no lo puede hacer. Y no sólo por su fidelidad a Dios, sino también por su fidelidad a los hombres y mujeres del mundo, incluso a los mismos que no la comprenden, porque no les puede dar moneda falsa. Sabe la Iglesia que la sociedad necesita esa referencia moral que ella mantiene contra viento y marea. Y no puede abdicar de su servicio.
Comentarios