Lunes de la cuarta semana de Cuaresma y segunda de la Cuarentena.
"La lectura espiritual ha hecho muchos santos", ha escrito san Josemaría (cito de memoria). Si ya es raro el hábito de leer, no digamos el de leer libros de espiritualidad. Y cuando hablo de espiritualidad, me refiero a las facultades del alma, no a los libros de autoayuda o a esos otros millones de escritos que rellenan las presentaciones de power point con amaneceres, flores y hadas con mariposas...
La lectura espiritual "cinco jotas" eleva por encima, muy por encima, de cualquier otra lectura, incluso de las mas meritorias y apreciables. Y también escarban mucho más profundo. Apunta a los principios, a los esencial, a lo más simple por más verdadero.
Dejemos de divagar y pongamos tres ejemplos de ayer mismo, segundo domingo después del decreto.
Una realidad de asombrosas e inabarcables consecuencias es la indisoluble unidad entre alma y cuerpo en la persona humana, hasta el punto de que su separación significa la muerte, o quizá mejor, la muerte significa su separación. Esta realidad, referida a los Sacramentos -materia visible de la Gracia invisible-, la expresa muy bellamente Tertuliano en De carnis resurrectione:
"... se lava la carne para que quede limpia el alma; es ungida la carne para que el alma sea consagrada; se signa la carne para que se edifique el alma; la carne se cubre de sombra por la imposición de las manos para que el alma quede iluminada por el Espíritu; la carne se alimenta del Cuerpo y la Sangre de Cristo para que Dios nutra el alma".
Otra maravilla es la trascendencia del sentido de lo sagrado. Escribe el cardenal Robert Sarah en "Se hace tarde y anochece":
"La pérdida del sentido de la grandeza de Dios es una regresión terrible al estado salvaje. El sentido de lo sagrado constituye, de hecho, el núcleo de cualquier civilización humana. La presencia de una realidad sagrada genera sentimientos de respeto, gestos de reverencia. Los ritos religiosos son la matriz de todas las actitudes de urbanidad y cortesía humanas. Si todo hombre es respetable, es fundamentalmente porque ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. La dignidad del hombre es un eco de la trascendencia de Dios. Pero si el temor gozoso y reverente ante la grandeza de Dios ya no nos hace temblar, ¿cómo vamos a considerar al hombre un misterio digno de respeto? Ya no tiene esa nobleza divina. Se convierte en una mercancía, en un objeto de laboratorio. Sin el sentido de la adoración a Dios, las relaciones humanas se tiñen de vulgaridad y agresividad. Cuanta más deferencia mostremos ante Dios en el altar, más delicados y corteses seremos con nuestro hermanos".
Descendiendo por la escala de los más sublime a lo más humano, contemplamos cómo ese actuar de Dios en el alma mediante los Sacramentos, ese sentido de lo sagrado en el hombre, se convierten en un "modo de ser cristiano". Escribe Mariano Fazio en "El último romántico":
"El santo (el cristiano, podemos decir, en cuanto que busca la santidad), es una persona que se da cuenta de la realidad que le circunda. La visión popular que considera que las personas muy espirituales viven en otro mundo y no conectan con las cosas de todos los días, es un estereotipo. Los santos son "expertos en humanidad", con una mirada más penetrante para comprender los dramas del alma humana, las enfermedades sociales y las encrucijadas de la historia".
Y a continuación cita un texto de san Josemaría, impactante por lo dolorido y universal (Es Cristo que pasa, 111):
Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana, no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar.
Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor.
Animo a descubrir un mar sin orillas, de belleza, profundidad y altura inimaginables. Estar encerrados nos puede permitir volar muy alto, viajar muy lejos, profundizar hasta la raíz de lo humano... y de lo divino.
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Foto atarifa CC
"La lectura espiritual ha hecho muchos santos", ha escrito san Josemaría (cito de memoria). Si ya es raro el hábito de leer, no digamos el de leer libros de espiritualidad. Y cuando hablo de espiritualidad, me refiero a las facultades del alma, no a los libros de autoayuda o a esos otros millones de escritos que rellenan las presentaciones de power point con amaneceres, flores y hadas con mariposas...
La lectura espiritual "cinco jotas" eleva por encima, muy por encima, de cualquier otra lectura, incluso de las mas meritorias y apreciables. Y también escarban mucho más profundo. Apunta a los principios, a los esencial, a lo más simple por más verdadero.
Dejemos de divagar y pongamos tres ejemplos de ayer mismo, segundo domingo después del decreto.
Una realidad de asombrosas e inabarcables consecuencias es la indisoluble unidad entre alma y cuerpo en la persona humana, hasta el punto de que su separación significa la muerte, o quizá mejor, la muerte significa su separación. Esta realidad, referida a los Sacramentos -materia visible de la Gracia invisible-, la expresa muy bellamente Tertuliano en De carnis resurrectione:
"... se lava la carne para que quede limpia el alma; es ungida la carne para que el alma sea consagrada; se signa la carne para que se edifique el alma; la carne se cubre de sombra por la imposición de las manos para que el alma quede iluminada por el Espíritu; la carne se alimenta del Cuerpo y la Sangre de Cristo para que Dios nutra el alma".
Otra maravilla es la trascendencia del sentido de lo sagrado. Escribe el cardenal Robert Sarah en "Se hace tarde y anochece":
"La pérdida del sentido de la grandeza de Dios es una regresión terrible al estado salvaje. El sentido de lo sagrado constituye, de hecho, el núcleo de cualquier civilización humana. La presencia de una realidad sagrada genera sentimientos de respeto, gestos de reverencia. Los ritos religiosos son la matriz de todas las actitudes de urbanidad y cortesía humanas. Si todo hombre es respetable, es fundamentalmente porque ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. La dignidad del hombre es un eco de la trascendencia de Dios. Pero si el temor gozoso y reverente ante la grandeza de Dios ya no nos hace temblar, ¿cómo vamos a considerar al hombre un misterio digno de respeto? Ya no tiene esa nobleza divina. Se convierte en una mercancía, en un objeto de laboratorio. Sin el sentido de la adoración a Dios, las relaciones humanas se tiñen de vulgaridad y agresividad. Cuanta más deferencia mostremos ante Dios en el altar, más delicados y corteses seremos con nuestro hermanos".
Descendiendo por la escala de los más sublime a lo más humano, contemplamos cómo ese actuar de Dios en el alma mediante los Sacramentos, ese sentido de lo sagrado en el hombre, se convierten en un "modo de ser cristiano". Escribe Mariano Fazio en "El último romántico":
"El santo (el cristiano, podemos decir, en cuanto que busca la santidad), es una persona que se da cuenta de la realidad que le circunda. La visión popular que considera que las personas muy espirituales viven en otro mundo y no conectan con las cosas de todos los días, es un estereotipo. Los santos son "expertos en humanidad", con una mirada más penetrante para comprender los dramas del alma humana, las enfermedades sociales y las encrucijadas de la historia".
Y a continuación cita un texto de san Josemaría, impactante por lo dolorido y universal (Es Cristo que pasa, 111):
Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana, no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar.
Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor.
Animo a descubrir un mar sin orillas, de belleza, profundidad y altura inimaginables. Estar encerrados nos puede permitir volar muy alto, viajar muy lejos, profundizar hasta la raíz de lo humano... y de lo divino.
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Foto atarifa CC
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