Hoy es un día importante, y bello. Los expertos destacan su necesidad desde el punto de vista psicológico, y cuando Charles Ryder exclama aquello de que no puedes creer porque sea bonito, Sebastian Flyte le responde: ¿por qué no? (Evelyn Waugh, Retorno a Brideshead). De Prada ha diagnosticado el mal que nos corroe e impide creer: el hombre contemporáneo ha aceptado la muerte de su espíritu.
Pero siempre hay esperanza, el espíritu siempre está presto a resucitar. Que hoy traigan Sus Majestades de Oriente muchos regalos y, sobre todo, la resurrección del espíritu, al que lo necesite.
Milenaria y recién nacida
Por Juan Manuel de Prada
XLSemanal 23 de Diciembre de 2006
El azar, que como sostenía Breton siempre es objetivo, ha querido que la entrega milésima de nuestra revista coincida con la Navidad. No incurriremos en la bobería supersticiosa; pero, desde luego, la coincidencia no podía ser más promisoria. Hay algo en la Navidad que nos habla de la incesante novedad del mundo, de la posibilidad de estrenarlo de nuevo, cuando ya lo creíamos marchito y extenuado; algo que también nos remoza a los hombres por dentro, que nos lava con su agua lustral, que nos invita a despojamos del hombre viejo. Se dice con frecuencia que la Navidad es una fiesta triste porque nos recuerda el paraíso abolido de la infancia, o porque agiganta la ausencia de las personas que amamos y ya no están entre nosotros. Todos, ciertamente, añoramos aquellas fiestas navideñas en que aún éramos candorosos, en que aún las decepciones y los desengaños nonos habían convertido en trastos desportillados; todos tenemos que lamentar alguna pérdida que nos ha dejado mutilados y que, como el brazo amputado que martiriza al manco con un vivísimo (y fantasmagórico) dolor en los días que auguran cambios atmosféricos, en estos días se nos hace más aflictiva que nunca. Pero no creo que la tristeza que invade a tantas personas en estos días, esa tristeza que multiplica el consumo de fármacos antidepresivos casi en la misma proporción que el gasto, tenga su causa más profunda en estas razones. La rememoración de la inocencia perdida puede ser, antes que un motivo de angustia, un poderoso motor de cambio vital; y el dolor que nos araña cuando evocamos a quienes nos dejaron puede ser un dolor fecundo, a poco que nos esforcemos por hacerlo productivo, a poco que logremos espantar el espectro aciago de la desesperanza.
Creo que, a la postre, esa tristeza navideña que se ensaña con tantas personas tiene que ver con el asesinato del espíritu. El hombre contemporáneo persigue la felicidad como si de una fórmula química se tratase. Naturalmente, esta búsqueda suele saldarse con un fracaso, pues en el mejor de los casos esa sensación resultará pasajera, apenas un analgésico que distrae por unos pocos días el dolor en sordina que martiriza al hombre cuando decide amputarse, renegando de un elemento que le es consustancial. No hay felicidad sin una aceptación plena de lo que somos; y lo que somos incluye una dimensión espiritual que no se puede extirpar sin un grave menoscabo de nuestra propia naturaleza. El hombre contemporáneo, al expulsar a Dios de su horizonte vital, se ha convertido en un ser demediado; y siente en las fechas navideñas esa amputación que ha infligido a su propia naturaleza como una desazón angustiosa que trata de combatir mediante lenitivos euforizantes. Una vez extinguidos sus efectos, vuelve a sentir el dolor de la amputación, y otra vez vuelve a ensordecerlo con esos lenitivos que, como el opio, a la vez que lo alivian lo esclavizan y embrutecen. A veces brota en el hombre contemporáneo la reminiscencia de una nostalgia, que confunde con alguna estampa más o menos idílica de su niñez y que, a la postre, no es sino añoranza de aquel estado originario en que aún no había asesinado el espíritu. Los lenitivos que el hombre contemporáneo ha ideado para acallar la protesta de su naturaleza son de diversa índole: desde el consumismo desmelenado y bulímico hasta ese humanitarismo falsorro que se queda en puro aspaviento, pasando por la torpe satisfacción de placeres primarios. Pero ninguno de estos subterfugios nos exonera del dolor que provoca el asesinato del espíritu; sólo cuando logre restaurar ese componente consustancial a su propia naturaleza, el hombre contemporáneo se sentirá completo y conforme consigo mismo; y de esa conformidad brotará, como una irradiación que no declina su llama, la verdadera felicidad. El hombre contemporáneo que acepta la muerte de su espíritu es, en cierto modo, como ese gallo descabezado que corretea poseído por la desazón mientras se desangra; aunque no lo sepa, es tan sólo un muerto que camina, pues ha extraviado la fuente de la que emana su felicidad.
Pero el espíritu siempre está presto a resucitar. Basta concederle unos cuidados mínimos, basta con que lo alimentemos con un poco de vida interior, para que su semilla, milenaria y recién nacida, vuelva a germinar. En estas fechas en que Dios vuelve a nacer, algo nuevo y bueno puede nacer dentro de cada hombre, a poco que nos esforcemos por ser lo que verdaderamente somos, a poco que nos rebelemos contra la amputación que desean infligirnos.
Pero siempre hay esperanza, el espíritu siempre está presto a resucitar. Que hoy traigan Sus Majestades de Oriente muchos regalos y, sobre todo, la resurrección del espíritu, al que lo necesite.
Milenaria y recién nacida
Por Juan Manuel de Prada
XLSemanal 23 de Diciembre de 2006
El azar, que como sostenía Breton siempre es objetivo, ha querido que la entrega milésima de nuestra revista coincida con la Navidad. No incurriremos en la bobería supersticiosa; pero, desde luego, la coincidencia no podía ser más promisoria. Hay algo en la Navidad que nos habla de la incesante novedad del mundo, de la posibilidad de estrenarlo de nuevo, cuando ya lo creíamos marchito y extenuado; algo que también nos remoza a los hombres por dentro, que nos lava con su agua lustral, que nos invita a despojamos del hombre viejo. Se dice con frecuencia que la Navidad es una fiesta triste porque nos recuerda el paraíso abolido de la infancia, o porque agiganta la ausencia de las personas que amamos y ya no están entre nosotros. Todos, ciertamente, añoramos aquellas fiestas navideñas en que aún éramos candorosos, en que aún las decepciones y los desengaños nonos habían convertido en trastos desportillados; todos tenemos que lamentar alguna pérdida que nos ha dejado mutilados y que, como el brazo amputado que martiriza al manco con un vivísimo (y fantasmagórico) dolor en los días que auguran cambios atmosféricos, en estos días se nos hace más aflictiva que nunca. Pero no creo que la tristeza que invade a tantas personas en estos días, esa tristeza que multiplica el consumo de fármacos antidepresivos casi en la misma proporción que el gasto, tenga su causa más profunda en estas razones. La rememoración de la inocencia perdida puede ser, antes que un motivo de angustia, un poderoso motor de cambio vital; y el dolor que nos araña cuando evocamos a quienes nos dejaron puede ser un dolor fecundo, a poco que nos esforcemos por hacerlo productivo, a poco que logremos espantar el espectro aciago de la desesperanza.
Creo que, a la postre, esa tristeza navideña que se ensaña con tantas personas tiene que ver con el asesinato del espíritu. El hombre contemporáneo persigue la felicidad como si de una fórmula química se tratase. Naturalmente, esta búsqueda suele saldarse con un fracaso, pues en el mejor de los casos esa sensación resultará pasajera, apenas un analgésico que distrae por unos pocos días el dolor en sordina que martiriza al hombre cuando decide amputarse, renegando de un elemento que le es consustancial. No hay felicidad sin una aceptación plena de lo que somos; y lo que somos incluye una dimensión espiritual que no se puede extirpar sin un grave menoscabo de nuestra propia naturaleza. El hombre contemporáneo, al expulsar a Dios de su horizonte vital, se ha convertido en un ser demediado; y siente en las fechas navideñas esa amputación que ha infligido a su propia naturaleza como una desazón angustiosa que trata de combatir mediante lenitivos euforizantes. Una vez extinguidos sus efectos, vuelve a sentir el dolor de la amputación, y otra vez vuelve a ensordecerlo con esos lenitivos que, como el opio, a la vez que lo alivian lo esclavizan y embrutecen. A veces brota en el hombre contemporáneo la reminiscencia de una nostalgia, que confunde con alguna estampa más o menos idílica de su niñez y que, a la postre, no es sino añoranza de aquel estado originario en que aún no había asesinado el espíritu. Los lenitivos que el hombre contemporáneo ha ideado para acallar la protesta de su naturaleza son de diversa índole: desde el consumismo desmelenado y bulímico hasta ese humanitarismo falsorro que se queda en puro aspaviento, pasando por la torpe satisfacción de placeres primarios. Pero ninguno de estos subterfugios nos exonera del dolor que provoca el asesinato del espíritu; sólo cuando logre restaurar ese componente consustancial a su propia naturaleza, el hombre contemporáneo se sentirá completo y conforme consigo mismo; y de esa conformidad brotará, como una irradiación que no declina su llama, la verdadera felicidad. El hombre contemporáneo que acepta la muerte de su espíritu es, en cierto modo, como ese gallo descabezado que corretea poseído por la desazón mientras se desangra; aunque no lo sepa, es tan sólo un muerto que camina, pues ha extraviado la fuente de la que emana su felicidad.
Pero el espíritu siempre está presto a resucitar. Basta concederle unos cuidados mínimos, basta con que lo alimentemos con un poco de vida interior, para que su semilla, milenaria y recién nacida, vuelva a germinar. En estas fechas en que Dios vuelve a nacer, algo nuevo y bueno puede nacer dentro de cada hombre, a poco que nos esforcemos por ser lo que verdaderamente somos, a poco que nos rebelemos contra la amputación que desean infligirnos.
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