Estoy leyendo con placer Dresde, 1945. Fuego y oscuridad, de Sinclair McKay. Lo compré por dos motivos: por saber algo más de un episodio tan horroroso como desconocido por el "gran público" y ocultado por los vencedores de la II Guerra Mundial, del que solo había oído hablar a mi padre, muy de pasada -no recuerdo haber visto ningún libro sobre el tema en su enorme biblioteca histórica-; y porque la reseña que leí en algún sitio me llamó poderosamente la atención.
Aunque mis expectativas eran grandes, Dresde me está sorprendiendo y maravillando más allá de lo imaginable. Voy por la página 201, que es cuando, por fin, empieza el espantoso bombardeo que destruyó brutalmente el "estuche barroco"a orillas del Elba, como la definió Victor Klemperer, superviviente, la noche del 13 al 14 de febrero de 1945.
El libro es sorprendente porque está maravillosamente escrito, porque descubre una ciudad impresionante que yo no conocía, y, sobre todo, porque te hace vivir los acontecimientos junto a personas reales y concretas, gracias a los testimonios que los supervivientes de ambos bandos escribieron con posterioridad. Un libro que te convierte en conciudadano de Dresde.
Entre las muchas cosas interesantísimas del libro, está la reflexión sobre la moralidad de los bombardeos masivos sobre las ciudades y su evolución a lo largo de la guerra. McKay se abstiene de hacer juicios personales y deja hablar a los protagonistas. Por eso pide excusas por transcribir una cita textual y más larga de lo que acostumbra; lo hace porque piensa que vale la pena, y estoy tan de acuerdo que la reproduzco a continuación.
Se trata de Freeman Dyson, matemático inglés al servicio del Mando de Bombardeo de la RAF, Sección de Investigación de Operaciones, desde 1943. Hombre de convicciones pacifistas, se fue viendo arrollado por la violencia de los acontecimientos:
"Desde el comienzo de la guerra fui retrocediendo en mis posiciones morales, hasta que al fin no me quedó ninguna en absoluto. Al comienzo de la Guerra me oponía a toda violencia. Al cabo de un año, di un paso atrás y dije: por desgracia, contra Hitler no es posible la resistencia no violenta; pero sigo oponiéndome moralmente a los bombardeos. Unos años después dije: Por desgracia, parece que los bombardeos son necesarios para ganar la Guerra, así que estoy dispuesto a trabajar en el Mando de Bombardeo; aunque sigo oponiéndome moralmente a bombardear ciudades de manera indiscriminada. Después de llegar al Mando de Bombardeo dije: Por desgracia, resulta que, a fin de cuentas, estamos bombardeando ciudades de manera indiscriminada; pero eso se justifica moralmente porque ayuda a ganar la guerra. Un año más tarde dije: Por desgracia, parece que los bombardeos no ayudan a ganar la Guerra; pero al menos estoy moralmente justificado en mi labor de salvar las vidas de los tripulantes de los bombarderos. Poco después me quedé sin argumentos morales." (Sinclair McKay, Dresde, 1945. Fuego y oscuridad, página 129).
De nuevo se me aparece Hannah Arendt y su gran descubrimiento sobre la banalidad del mal. Precisamente porque Dyson es consciente del proceso, no se justifica y reconoce su participación en la tragedia como una pieza de la máquina de matar, muestra lo difícil que resulta resistirse al viento de la historia cuando viene huracanado. Hace falta mucho heroísmo, y quizá, santidad.
Este verano he podido ver, con pausa, maravillado también, esa obra de arte mayúscula que es la última película de Terrence Malick, Vida oculta. Obra de arte fílmica; pero sobre todo, por la historia que despliega tan maravillosamente -sí, otra vez "maravillosamente"-: la de la heroica victoria, hasta la muerte, de Franz y Fani Jägerstätter sobre la banalidad del mal*.
¿Se nos puede exigir el heroísmo, o es una opción para unos pocos, esos llamados a sacrificarse para salvar el mundo, mientras los demás nadamos en la ciénaga? He aquí un dilema. Uno grande, siempre actual. Hoy también.
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* Recomiendo verla en tres trozos de una hora cada uno. Toda seguida puede agotar la sensibilidad del espectador.
Foto: Alberto Tarifa CC
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