Para cualquiera que siga con algo de continuidad este blog -supongo que no habrá nadie-, es evidente que uno de mis temas favoritos es la "banalidad del mal". Entiendo este concepto, extraído de Hannah Arendt, como ese fenómeno que hace que personas corrientes -es decir, cualquiera de nosotros-, cooperen al mal más horroroso sin ser apenas conscientes, llevados por el ambiente, convencidos de ser una ínfima pieza de un engranaje irrebatible, y justificados porque, en realidad, están haciendo la más anodina de las tareas, considerada en sí misma.
Estas reflexiones me vinieron a la mente el otro día, en el autobús. Uno de los pasajeros me llamó la atención. Era un chico joven, grandote, con aspecto bonachón. Iba vestido rigurosamente de negro, estilo "heavy metal"; en la camiseta llevaba una calavera con gorro de capitán pirata y expresión perversamente satisfecha, junto a la leyenda "The Anarkists". Los brazos desnudos estaban cubiertos de tatuajes que no tuve tiempo de analizar, porque lo que atrajo mi mirada fue la gorra, negra, con una cruz plateada invertida en el frente.
El chavalote llevaba, externamente, toda una declaración de intenciones aterradoras. La cruz invertida es satánica, supone un rechazo de Dios y un partidismo diabólico; la leyenda propone romper con las normas sociales, la ley, el Estado, el respeto de los demás y de todo lo de los demás; la calavera pirata expresa una devoción por la muerte, preferiblemente violenta e injusta.
¿Es todo esto el muchacho? En absoluto. Desconozco su relación con Dios o con el diablo -no descarto que participe en actividades parroquiales, incluso vestido de esta guisa-; aunque sí sospecho una relación estrecha con la ignorancia, de los símbolos y de su trascendencia. No pienso que sea un Bakunin redivivo, de hecho había pagado cívicamente el billete de bus y llevaba ortodoxamente puesta la mascarilla. Tampoco que sea amigo de cortar cabezas ni que se regodee con el robo con homicidio y fuerza en las cosas. A ver, ¿no van los niños pijos, estudiantes de colegios religiosos, con mochilas y ropa con la calaverita esa tan simpática de la marca Scalpers? Pues eso.
Seguramente no es más que un miembro de número de una de tantas tribus que dan identidad a jóvenes inseguros, al que le gusta más de la cuenta la ruidosa y artificialmente oscura música heavy. Y que conste que hay pocas cosas que me gusten más que algunas baladas de los mejores grupos de heavy metal.
Entonces, ¿por qué darle tanta importancia? Porque, llegada la ocasión, creado el ambiente propicio, estas personas, hechas a climas poco ventilados, más fácilmente caen en la colaboración "banal" con la inhumanidad, la anarquía y la muerte provocada. Y esto, en tiempos de irreligiosidad, de pandemia, de aborto asumido, de proyecto de legalización de la eutanasia, de blanqueamiento del terrorismo, de anti concepción, me preocupa. No se a ustedes; pero a mí me preocupa, y mucho.
¿Por qué tenemos tantas dificultades en lograr que la gente se comporte para no extender el virus COVID-19? Por lo mismo por lo que no se ha controlado el SIDA -ni los botellones, o las drogas-; porque mucha gente quiere pastillas y hasta morir, antes que cambiar de comportamiento. Porque vivimos en una sociedad sin esperanza que se suicida, y sus propagandistas -sin casi darse cuenta- viajan en autobús vestidos de negro, con cruces invertidas sobre la cabeza, calaveras pirata en el pecho, alaridos en el cerebro y chucherías en el corazón.
Hoy no estoy como para salir de copas: De todas formas, hay toque de queda, así que me quedo en casa, escribiendo sobre densos nubarrones, mientras escucho November Rain -que ya casi estamos- de los Guns N' Roses.
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