Por Alejandro Llano. Director del Departamento de Filosofía de la Universidad de Navarra
El historiador y politólogo Tony Judt hizo un tremendo esfuerzo para escribir su último libro, cuando una parálisis le inmovilizaba progresivamente. Tenía un mensaje urgente que transmitir. Y ese llamamiento se sintetiza en el título de su obra póstuma: Algo va mal.
No estoy de acuerdo con la ética liberal de Judt, pero concuerdo en el diagnóstico del origen social de nuestros males: el economicismo. Desde hace tres décadas, los países occidentales se han movido por criterios en los que el dinero jugaba el papel decisivo. La educación, la cultura y la justicia social pasan a posiciones secundarias, y sólo se atiende a ellas en la medida en que contribuyan al aumento de la riqueza. Y esto queda documentado en el testamento intelectual del escritor británico con estadísticas implacables. Lo que va mal no es una cuestión de detalle, sino el enfoque básico de la convivencia humana. La globalización y la desregularización de los mercados, objetivos que en sí mismos parecen positivos, se han contaminado del materialismo práctico que ahoga lo mejor de nuestras aspiraciones. Lejos de cualquier teoría de la conspiración, conviene señalar que tal deriva decadente se encuentra protegida por los mecanismos de la corrección política, la cual nos prescribe lo que se puede decir y lo que es preciso callar. El pecado máximo es ahora el pesimismo. Si alguien se atreve a decir que la cosa no marcha, que muchos hombres y mujeres están siendo perjudicados por el afán inmoderado de riqueza de unos pocos, será acusado de ser un pesimista, lo cual le situará al margen de las corrientes principales de la comunicación pública. Está prohibido decir que va mal lo que realmente va mal.
Otro libro reciente también eleva a título su heterodoxa intención. Lleva el rótulo de Usos del pesimismo. Roger Scruton, un filósofo anglo-americano denuncia en él los abusos de lo que denomina “optimismo sin escrúpulos”. Pone, entre otros, los ejemplos de la Unión Europea, el calentamiento global y las reformas educativas. Cuando estaba a punto de aprobarse el tratado de Maastricht osé denunciar –en una mesa redonda de la que formaban también parte Pascual Maragall, Enrique Barón y Victoria Camps– que esta nueva regulación europeísta se veía aquejada de una fuerte burocratización y que llevaría a los países europeos a un callejón sin salida, hoy patente. Más claro aún es el caso de la reforma educativa. Cualquier observador desapasionado puede advertir que la nueva configuración universitaria que se está imponiendo en Europa y en Latinoamérica amenaza con llevarnos a un dramático descenso de calidad de los estudios superiores. Pero ¡ay de quien lo diga públicamente! Se le advertirá que si tal cosa aconteciera, él sería uno de los culpables, porque estaría poniendo palos en las ruedas de un proceso públicamente postulado como benéfico.
Lo que propugna Scruton es un “pesimismo crítico”, que consiste en llamar al pan pan y al vino vino: decir la verdad, aunque las consecuencias de hacerlo no sean agradables. Tanto a Tony Judt como a Roger Scruton se les puede achacar que no aportan soluciones alternativas. ¡Es tiempo de cambios y parece que ellos no quieren cambiar! De acuerdo. Pero un mal cambio, en la dirección equivocada, es peor aún que permanecer quietos, porque después hay que desandar lo andado y volver a buscar el buen camino.
Lo que va mal no es algo que se detecte en la superficie. Requiere diagnósticos y terapias que vayan al fondo. Esto es, sin ir más lejos, lo que Benedicto XVI dice con impresionante franqueza en la entrevista Luz del mundo. No se propone, obviamente, dar soluciones concretas. Pero señala lúcidamente el ámbito en el que han de moverse las transformaciones. El nivel donde es preciso actuar no es el de la economía sino el de la cultura. Lo peor de la situación actual es que no sabemos a dónde vamos. Por eso lo más urgente es ponerse a pensar sobre el sentido de la vida humana y el lugar que la persona ocupa en el mundo.
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El historiador y politólogo Tony Judt hizo un tremendo esfuerzo para escribir su último libro, cuando una parálisis le inmovilizaba progresivamente. Tenía un mensaje urgente que transmitir. Y ese llamamiento se sintetiza en el título de su obra póstuma: Algo va mal.
No estoy de acuerdo con la ética liberal de Judt, pero concuerdo en el diagnóstico del origen social de nuestros males: el economicismo. Desde hace tres décadas, los países occidentales se han movido por criterios en los que el dinero jugaba el papel decisivo. La educación, la cultura y la justicia social pasan a posiciones secundarias, y sólo se atiende a ellas en la medida en que contribuyan al aumento de la riqueza. Y esto queda documentado en el testamento intelectual del escritor británico con estadísticas implacables. Lo que va mal no es una cuestión de detalle, sino el enfoque básico de la convivencia humana. La globalización y la desregularización de los mercados, objetivos que en sí mismos parecen positivos, se han contaminado del materialismo práctico que ahoga lo mejor de nuestras aspiraciones. Lejos de cualquier teoría de la conspiración, conviene señalar que tal deriva decadente se encuentra protegida por los mecanismos de la corrección política, la cual nos prescribe lo que se puede decir y lo que es preciso callar. El pecado máximo es ahora el pesimismo. Si alguien se atreve a decir que la cosa no marcha, que muchos hombres y mujeres están siendo perjudicados por el afán inmoderado de riqueza de unos pocos, será acusado de ser un pesimista, lo cual le situará al margen de las corrientes principales de la comunicación pública. Está prohibido decir que va mal lo que realmente va mal.
Otro libro reciente también eleva a título su heterodoxa intención. Lleva el rótulo de Usos del pesimismo. Roger Scruton, un filósofo anglo-americano denuncia en él los abusos de lo que denomina “optimismo sin escrúpulos”. Pone, entre otros, los ejemplos de la Unión Europea, el calentamiento global y las reformas educativas. Cuando estaba a punto de aprobarse el tratado de Maastricht osé denunciar –en una mesa redonda de la que formaban también parte Pascual Maragall, Enrique Barón y Victoria Camps– que esta nueva regulación europeísta se veía aquejada de una fuerte burocratización y que llevaría a los países europeos a un callejón sin salida, hoy patente. Más claro aún es el caso de la reforma educativa. Cualquier observador desapasionado puede advertir que la nueva configuración universitaria que se está imponiendo en Europa y en Latinoamérica amenaza con llevarnos a un dramático descenso de calidad de los estudios superiores. Pero ¡ay de quien lo diga públicamente! Se le advertirá que si tal cosa aconteciera, él sería uno de los culpables, porque estaría poniendo palos en las ruedas de un proceso públicamente postulado como benéfico.
Lo que propugna Scruton es un “pesimismo crítico”, que consiste en llamar al pan pan y al vino vino: decir la verdad, aunque las consecuencias de hacerlo no sean agradables. Tanto a Tony Judt como a Roger Scruton se les puede achacar que no aportan soluciones alternativas. ¡Es tiempo de cambios y parece que ellos no quieren cambiar! De acuerdo. Pero un mal cambio, en la dirección equivocada, es peor aún que permanecer quietos, porque después hay que desandar lo andado y volver a buscar el buen camino.
Lo que va mal no es algo que se detecte en la superficie. Requiere diagnósticos y terapias que vayan al fondo. Esto es, sin ir más lejos, lo que Benedicto XVI dice con impresionante franqueza en la entrevista Luz del mundo. No se propone, obviamente, dar soluciones concretas. Pero señala lúcidamente el ámbito en el que han de moverse las transformaciones. El nivel donde es preciso actuar no es el de la economía sino el de la cultura. Lo peor de la situación actual es que no sabemos a dónde vamos. Por eso lo más urgente es ponerse a pensar sobre el sentido de la vida humana y el lugar que la persona ocupa en el mundo.
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