En este bellísimo artículo publicado en el último XLSemanal (nº 1180, del 6 al 12 de junio), De Prada ilustra la creciente rudeza del ser humano, por culpa de un progresivo empobrecimiento del lenguaje, arrojado a la fría y virtual terminilogía tecnológica, que lo separa de la naturaleza y de sí mismo.
En un pasaje singularmente bello del Génesis, Yavé trae ante Adán todas las bestias del campo y las aves del cielo para que las nombre según su gusto; y Adán las nombra, una a una, mientras desfilan ante él, como poseído por una inspiración vertiginosa, plenamente divina, con palabras recién estrenadas que brotan de sus labios como la abundancia brota de una cornucopia, palabras ignotas y refulgentes que al propio Adán causarían pasmo y perplejidad, puesto que nunca antes las había escuchado, puesto que nunca antes nadie las había pronunciado, palabras como primicias que bautizaban la belleza matinal del mundo con esa prontitud intuitiva que tienen las palabras para abalanzarse sobre las cosas, como el guepardo se abalanza sobre la gacela.
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Esta misma impresión de pasmo y perplejidad era la que me asaltaba de niño cuando, de la mano de mi abuelo, salía al campo y lo escuchaba nombrar el mundo circunstante: cuando nos tumbábamos a la sombra de un árbol, mi abuelo lo llamaba por su nombre –encina, roble, olmo, abedul, chopo, arce–; cuando un pájaro revoloteaba en la fronda, mi abuelo lo llamaba por su nombre –grajo, abubilla, ruiseñor, estornino, jilguero, gorrión–; cuando nos inclinábamos sobre el suelo para recolectar las plantas medicinales que empleaba en sus tisanas, mi abuelo las llamaba por su nombre –árnica, malva, milenrrama, poleo, ruibarbo, brezo–; y lo que hasta ese momento era tan sólo una planta, un pájaro o un árbol, al conjuro de las palabras de mi abuelo, adquiría el fulgor inextinguible de los tesoros de las mitologías, la palpitación de la vida recién creada, el temblor cálido y diminuto de los milagros. Mi abuelo no era un hombre letrado; no era, desde luego, ornitólogo ni botánico, no acumulaba erudiciones enciclopédicas, ni siquiera había completado la instrucción primaria, allá en la escuela de su pueblo, de la que sus padres lo habían sacado antes de cumplir los catorce años, para que los ayudase a subvenir las necesidades familiares. Mi abuelo era lo que la banalidad contemporánea designaría como un «hombre inculto» (lo cual podría servirnos para constatar que nuestra época llama «cultura» a una coraza de conocimientos artificiosos, impostados y deleznables, que no nacen de la propia vida); pero era depositario de un meollo de sabidurías ancestrales que había heredado de sus mayores, y entre esas sabidurías que conformaban su genealogía se contaba –como un río subterráneo y dulcísimo que las refrescase– el genio del lenguaje, acertando a nombrar la belleza matinal del mundo, derramándose como una cornucopia sobre el pájaro que sobrevolaba nuestras cabezas, sobre el árbol que nos brindaba su sombra, sobre la planta que nos teñía las manos de un aroma campesino e indeleble.
Constantemente nos referimos, con pesadumbre y congoja, a esa gangrena que llamamos «empobrecimiento del lenguaje»; y es que, en efecto, cada vez hablamos con menos palabras, cada vez tenemos más dificultad para nombrar la belleza matinal del mundo. No reparamos, sin embargo, en que este empobrecimiento del lenguaje discurre paralelo a nuestro divorcio de esa belleza que hemos ido expulsando de nuestras vidas desarraigadas; y a una vida sin raíz no le queda otro remedio sino agostarse, angostarse y perecer. Mi abuelo, como el Adán del Génesis, tenía palabras para designar a las bestias del campo y a las aves del cielo porque las bestias del campo y las aves del cielo eran sustancia de su propia vida, realidad encarnada en su vida; y el lenguaje, que es una herramienta humana, se nutre sin embargo de un fondo ancestral de comunicación directa –comunión– con la naturaleza. Cuando ese fondo se reseca, el lenguaje se amustia, empalidece y jibariza, porque por sus tejidos deja de fluir la savia que lo vivifica, porque ha dejado de ser genesiaco; y así termina por enmudecer. O, en todo caso, en las boqueadas de la agonía, se aferra a las jergas tecnológicas, como la planta de invernadero se aferra al calor embalsado de su cárcel, cuando le falta el calor primigenio del sol; y se convierte en `lenguaje técnico´ que ha dejado de nombrar la belleza matinal del mundo para quedar atrapado en una telaraña de artificios que, cuanto más prodigiosos parecen, más nos enmarañan y asfixian. A la postre, a ese lenguaje enjaulado en la cárcel tecnológica le ocurre como a las fresas cultivadas en uno de esos túneles de plástico que impone la `agricultura intensiva´: que se hincha y engorda pero tiene el sabor insípido de la borra. Ha renegado de su inspiración originaria, ha dejado de bautizar la belleza matinal del mundo, y ya no le resta sino languidecer, huérfano de fulgor, de palpitación, huérfano del cálido y diminuto temblor del milagro.
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En un pasaje singularmente bello del Génesis, Yavé trae ante Adán todas las bestias del campo y las aves del cielo para que las nombre según su gusto; y Adán las nombra, una a una, mientras desfilan ante él, como poseído por una inspiración vertiginosa, plenamente divina, con palabras recién estrenadas que brotan de sus labios como la abundancia brota de una cornucopia, palabras ignotas y refulgentes que al propio Adán causarían pasmo y perplejidad, puesto que nunca antes las había escuchado, puesto que nunca antes nadie las había pronunciado, palabras como primicias que bautizaban la belleza matinal del mundo con esa prontitud intuitiva que tienen las palabras para abalanzarse sobre las cosas, como el guepardo se abalanza sobre la gacela.
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Esta misma impresión de pasmo y perplejidad era la que me asaltaba de niño cuando, de la mano de mi abuelo, salía al campo y lo escuchaba nombrar el mundo circunstante: cuando nos tumbábamos a la sombra de un árbol, mi abuelo lo llamaba por su nombre –encina, roble, olmo, abedul, chopo, arce–; cuando un pájaro revoloteaba en la fronda, mi abuelo lo llamaba por su nombre –grajo, abubilla, ruiseñor, estornino, jilguero, gorrión–; cuando nos inclinábamos sobre el suelo para recolectar las plantas medicinales que empleaba en sus tisanas, mi abuelo las llamaba por su nombre –árnica, malva, milenrrama, poleo, ruibarbo, brezo–; y lo que hasta ese momento era tan sólo una planta, un pájaro o un árbol, al conjuro de las palabras de mi abuelo, adquiría el fulgor inextinguible de los tesoros de las mitologías, la palpitación de la vida recién creada, el temblor cálido y diminuto de los milagros. Mi abuelo no era un hombre letrado; no era, desde luego, ornitólogo ni botánico, no acumulaba erudiciones enciclopédicas, ni siquiera había completado la instrucción primaria, allá en la escuela de su pueblo, de la que sus padres lo habían sacado antes de cumplir los catorce años, para que los ayudase a subvenir las necesidades familiares. Mi abuelo era lo que la banalidad contemporánea designaría como un «hombre inculto» (lo cual podría servirnos para constatar que nuestra época llama «cultura» a una coraza de conocimientos artificiosos, impostados y deleznables, que no nacen de la propia vida); pero era depositario de un meollo de sabidurías ancestrales que había heredado de sus mayores, y entre esas sabidurías que conformaban su genealogía se contaba –como un río subterráneo y dulcísimo que las refrescase– el genio del lenguaje, acertando a nombrar la belleza matinal del mundo, derramándose como una cornucopia sobre el pájaro que sobrevolaba nuestras cabezas, sobre el árbol que nos brindaba su sombra, sobre la planta que nos teñía las manos de un aroma campesino e indeleble.
Constantemente nos referimos, con pesadumbre y congoja, a esa gangrena que llamamos «empobrecimiento del lenguaje»; y es que, en efecto, cada vez hablamos con menos palabras, cada vez tenemos más dificultad para nombrar la belleza matinal del mundo. No reparamos, sin embargo, en que este empobrecimiento del lenguaje discurre paralelo a nuestro divorcio de esa belleza que hemos ido expulsando de nuestras vidas desarraigadas; y a una vida sin raíz no le queda otro remedio sino agostarse, angostarse y perecer. Mi abuelo, como el Adán del Génesis, tenía palabras para designar a las bestias del campo y a las aves del cielo porque las bestias del campo y las aves del cielo eran sustancia de su propia vida, realidad encarnada en su vida; y el lenguaje, que es una herramienta humana, se nutre sin embargo de un fondo ancestral de comunicación directa –comunión– con la naturaleza. Cuando ese fondo se reseca, el lenguaje se amustia, empalidece y jibariza, porque por sus tejidos deja de fluir la savia que lo vivifica, porque ha dejado de ser genesiaco; y así termina por enmudecer. O, en todo caso, en las boqueadas de la agonía, se aferra a las jergas tecnológicas, como la planta de invernadero se aferra al calor embalsado de su cárcel, cuando le falta el calor primigenio del sol; y se convierte en `lenguaje técnico´ que ha dejado de nombrar la belleza matinal del mundo para quedar atrapado en una telaraña de artificios que, cuanto más prodigiosos parecen, más nos enmarañan y asfixian. A la postre, a ese lenguaje enjaulado en la cárcel tecnológica le ocurre como a las fresas cultivadas en uno de esos túneles de plástico que impone la `agricultura intensiva´: que se hincha y engorda pero tiene el sabor insípido de la borra. Ha renegado de su inspiración originaria, ha dejado de bautizar la belleza matinal del mundo, y ya no le resta sino languidecer, huérfano de fulgor, de palpitación, huérfano del cálido y diminuto temblor del milagro.
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Comentarios
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Gillian Silva
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