Por Juan Manuel de Prada, en XLSemanal 4-10 de septiembre
La reciente visita de Benedicto VXI a España ha servido, entre otras cosas, para que algunos aspectos centrales de la fe católica que los propios católicos han arrumbado o siquiera recluido vergonzantemente en el desván de la clandestinidad, por temor a provocar el escándalo o la irrisión de sus contemporáneos, fuesen expuestos sin rubor a la luz del día. Ocurrió así, por ejemplo, con la adoración eucarística, práctica que la mayoría de los católicos tiene olvidada, tal vez porque ha dejado de creer en la presencia real de Cristo en la Eucaristía; y ocurrió así con el sacramento de la Penitencia, cada vez menos frecuentado por muchos católicos que, sin embargo, siguen comulgando como si tal cosa, quizá porque se creen tocados por una varita mágica que los hace inmunes al pecado, quizá porque han reducido la Comunión a una mera rutina o uso social (y la transubstanciación a un mero símbolo sin sustancia).
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Solo que, cegadas esas vías de comunicación sobrenatural, elcatólico (o ex católico, o católico vuelto del revés) tiene que ingeniárselas para sustituirlas por sucedáneos idolátricos. La adoración de Dios la sustituye por la adoración de idolillos variopintos, que suele acabar indefectiblemente en adoración del hombre y de la obra salida de sus manos (llámese progreso, ciencia, democracia o cualquier otra promesa ilusoria de paraíso en la Tierra). La confesión de sus pecados aparentemente no la sustituye por nada, pues el hombre que se adora a sí mismo no se concibe como criatura pecadora y falible, y tiende a enjuiciar sus pensamientos, palabras, obras y omisiones como un compendio de virtudes (aunque el hombre endiosado no habla de virtudes, sino de -valores-, que son algo así como el fantasma de las virtudes, puestas en alza o en baja según al hombre endiosado le convenga). Pero el hombre, por mucho que se endiose, seguirá siendo pecador por naturaleza; y seguirá necesitando aliviar su conciencia, aunque para ello tenga que disfrazar sus pecados con otros ropajes, que a veces son los ropajes humillantes del -trauma- o el -trastorno mental-. Y así, a medida que los hombres dejaron de frecuentar los confesionarios, empezaron a frecuentar -confundiendo las enfermedades del alma con las enfermedades de la mente- las consultas de psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas, que hicieron su agosto y empezaron a expedir absoluciones en forma de pastillas o grageas; absoluciones que tal vez para sanar las enfermedades de la mente sean eficaces, pero que a las enfermedades del alma solo pueden anestesiarlas, acrecentando a la postre sus efectos destructivos.
En su Autobiografía, Chesterton explica así su conversión alcatolicismo: «Cuando la gente me pregunta: -¿Por qué te uniste a la Iglesia de Roma-, la primera respuesta esencial, aunque sea en parte una respuesta elíptica, es: -Para desembarazarme de mis pecados-». Pero este «desembarazarse» de los pecados no es un regalo; nada tiene que ver -prosigue Chesterton- con la promesa «que nos hacen los optimistas, los hedonistas y los predicadores paganos de la felicidad», consistente en afirmar que tales pecados no existen, dejando que su mancha siga corroyéndonos el corazón. Desembarazarse de los pecados tiene el precio de enfrentarnos a la realidad, a nuestra realidad más íntima y dolorosa, a toda la cochambre de coartadas que hemos ido levantando para justificar nuestra debilidad; cochambre que no nos hace más fuertes, como ilusoriamente nos vende el predicador pagano, sino en todo caso más atrincherados y acorazados en nuestra debilidad, más aislados de la realidad, impidiéndonos la reconciliación «con todo lo que vive» e impidiéndonos «acceder a una vida nueva». Chesterton, en fin, se unió a la Iglesia de Roma porque encontró en ella «una religión que osaba descender conmigo a las profundidades de mí mismo» y le permitía regresar después a la realidad, pudiendo contemplarla con los ojos de un niño, bañada en una luz nueva, como recién estrenada. Esto es lo que no pueden brindarnos los predicadores paganos de la felicidad: niegan nuestros pecados, pero a costa de que la realidad que nos rodea sea cada vez más sombría, más angustiosa, más ulcerosa y llagada; y el único modo de combatir esa realidad enferma es la anestesia, administrada en grageas o en llamamientos a la búsqueda del placer, en incitaciones al consumo, en juergas aspaventeras o nirvanas variopintos. Anestesias que, necesariamente, habrán de aumentar poco a poco sus dosis; porque las úlceras del alma pronto empiezan a gangrenarse.
Foto: Ismael Martínez Sánchez
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La reciente visita de Benedicto VXI a España ha servido, entre otras cosas, para que algunos aspectos centrales de la fe católica que los propios católicos han arrumbado o siquiera recluido vergonzantemente en el desván de la clandestinidad, por temor a provocar el escándalo o la irrisión de sus contemporáneos, fuesen expuestos sin rubor a la luz del día. Ocurrió así, por ejemplo, con la adoración eucarística, práctica que la mayoría de los católicos tiene olvidada, tal vez porque ha dejado de creer en la presencia real de Cristo en la Eucaristía; y ocurrió así con el sacramento de la Penitencia, cada vez menos frecuentado por muchos católicos que, sin embargo, siguen comulgando como si tal cosa, quizá porque se creen tocados por una varita mágica que los hace inmunes al pecado, quizá porque han reducido la Comunión a una mera rutina o uso social (y la transubstanciación a un mero símbolo sin sustancia).
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Solo que, cegadas esas vías de comunicación sobrenatural, elcatólico (o ex católico, o católico vuelto del revés) tiene que ingeniárselas para sustituirlas por sucedáneos idolátricos. La adoración de Dios la sustituye por la adoración de idolillos variopintos, que suele acabar indefectiblemente en adoración del hombre y de la obra salida de sus manos (llámese progreso, ciencia, democracia o cualquier otra promesa ilusoria de paraíso en la Tierra). La confesión de sus pecados aparentemente no la sustituye por nada, pues el hombre que se adora a sí mismo no se concibe como criatura pecadora y falible, y tiende a enjuiciar sus pensamientos, palabras, obras y omisiones como un compendio de virtudes (aunque el hombre endiosado no habla de virtudes, sino de -valores-, que son algo así como el fantasma de las virtudes, puestas en alza o en baja según al hombre endiosado le convenga). Pero el hombre, por mucho que se endiose, seguirá siendo pecador por naturaleza; y seguirá necesitando aliviar su conciencia, aunque para ello tenga que disfrazar sus pecados con otros ropajes, que a veces son los ropajes humillantes del -trauma- o el -trastorno mental-. Y así, a medida que los hombres dejaron de frecuentar los confesionarios, empezaron a frecuentar -confundiendo las enfermedades del alma con las enfermedades de la mente- las consultas de psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas, que hicieron su agosto y empezaron a expedir absoluciones en forma de pastillas o grageas; absoluciones que tal vez para sanar las enfermedades de la mente sean eficaces, pero que a las enfermedades del alma solo pueden anestesiarlas, acrecentando a la postre sus efectos destructivos.
En su Autobiografía, Chesterton explica así su conversión alcatolicismo: «Cuando la gente me pregunta: -¿Por qué te uniste a la Iglesia de Roma-, la primera respuesta esencial, aunque sea en parte una respuesta elíptica, es: -Para desembarazarme de mis pecados-». Pero este «desembarazarse» de los pecados no es un regalo; nada tiene que ver -prosigue Chesterton- con la promesa «que nos hacen los optimistas, los hedonistas y los predicadores paganos de la felicidad», consistente en afirmar que tales pecados no existen, dejando que su mancha siga corroyéndonos el corazón. Desembarazarse de los pecados tiene el precio de enfrentarnos a la realidad, a nuestra realidad más íntima y dolorosa, a toda la cochambre de coartadas que hemos ido levantando para justificar nuestra debilidad; cochambre que no nos hace más fuertes, como ilusoriamente nos vende el predicador pagano, sino en todo caso más atrincherados y acorazados en nuestra debilidad, más aislados de la realidad, impidiéndonos la reconciliación «con todo lo que vive» e impidiéndonos «acceder a una vida nueva». Chesterton, en fin, se unió a la Iglesia de Roma porque encontró en ella «una religión que osaba descender conmigo a las profundidades de mí mismo» y le permitía regresar después a la realidad, pudiendo contemplarla con los ojos de un niño, bañada en una luz nueva, como recién estrenada. Esto es lo que no pueden brindarnos los predicadores paganos de la felicidad: niegan nuestros pecados, pero a costa de que la realidad que nos rodea sea cada vez más sombría, más angustiosa, más ulcerosa y llagada; y el único modo de combatir esa realidad enferma es la anestesia, administrada en grageas o en llamamientos a la búsqueda del placer, en incitaciones al consumo, en juergas aspaventeras o nirvanas variopintos. Anestesias que, necesariamente, habrán de aumentar poco a poco sus dosis; porque las úlceras del alma pronto empiezan a gangrenarse.
Foto: Ismael Martínez Sánchez
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Saludos,