Estoy en Jaén y vuelvo a Granada , como la dice la clásica canción. Camino hasta la estación, hace una tarde espléndida para andar, más porque voy calles abajo -en Jaén subes o bajas, ya se sabe-. La estación es vieja -no antigua-; pero está limpia, salvo los aseos, desaseados, y por supuesto sin papel higiénico -abstenerse de hacer aguas mayores-. Llego a la ventanilla después de observar el panel de salidas hasta averiguar su lógica interna, tengo suerte, en menos de media hora tengo autobús. Delante de mí, a un hombre lo devuelven a otra instancia para obtener no sé qué tipo de billete misterioso; a continuación una señora constata que se ha dejado algo imprescindible en casa -¿el monedero?-; por fin compro mi billete sin novedad -7,10 €- y me siento en un banco a leer mientras se hace la hora. Los bancos son grandes, nuevos, cómodos. El público mayoritario está formado por sujetos en chándal de edad indefinida y aspecto inquietante de consumidores de metadona oficial, personas ma...