Mientras escribo una serie de reflexiones sobre educación, con intención de provocar un revolcón de los lugares comunes más manidos, transcribo un artículo que Salvador Sostres publicó en ABC el 17 de febrero pasado, bajo el título "Algo mejor que ofrecer".
No soy fan de Sostres, porque serlo es actividad de riesgo, y lo mismo estoy de acuerdo que en total desacuerdo con lo que escribe; pero en esta ocasión se atreve a descerrajar uno de los mitos posmodernos más arraigados y dogmáticos, y yo a esto sí me sumo y lo divulgo.
"Hay dos cosas que no he hecho, la mili porque pagué para librarme al abogado Lechuga, y llevar a mi hija a un colegio sólo para chicas. La mili volvería a pagar porque yo soy yo, pero en general ha sido un fracaso abolirla. Si no hay novedad y esperemos que no la haya, no voy a cambiar a mi hija de colegio porque le va muy bien, pero me doy cuenta de que los procesos de maduración de chicos y chicas sobre todo a su edad son muy distintos. La edad de los 12 años. No tiene ningún sentido que compartan aula, porque los chicos son todavía niños y las chicas casi mujeres. Ellas los tratan como monos y hieren su orgullo, tan básico; ellos, humillados y rabiosos, no saben qué hacer para empatar y recurren a una crueldad simple, automática, cuyo último dolor no controlan; palabras que en lo burro que es un chico carecen de cualquier importancia pero que resultan devastadoras en la mujer incipiente, tan lista que se cree frente a sus padres y tan frágil que aún es a mundo abierto. Luego llegan los complejos y los trastornos de personalidad.
Mezclar niños y niñas en el colegio es ingeniería social. En estos entornos de incomprensión ideológicamente forzados empieza la violencia, reflejada en un modo descortés y por lo tanto agresivo de tratarse. Por eso es imprescindible que haya colegios para chicas y colegios para chicos; y que antes de ir a la Facultad, los chicos cumplan dos años de servicio militar obligatorio que les enseñan puntualidad y disciplina, el lugar del otro y cómo ayudarle cuando está en apuros. Un chico para hacerse hombre necesita un contacto drástico con la realidad, una exigencia rasa, soldado póngase derecho, va muy mal presentado. Cuando vuelvan a la universidad y estudien con chicas de 18 ya no serán tratados como primates porque tendrán algo mejor que ofrecer.
El igualitarismo es atroz y la derecha ha hecho el ridículo cediendo. Un hombre sólo merece la pena a partir de los 30. Antes somos niños que nos relacionamos entre nosotros riendo y chutando, comiendo como animales, bebiendo como si hubiera una emergencia nacional que sólo se pudiera paliar con nuestra masiva ingesta alcohólica. A partir de la treintena empezamos a ser personas razonables y podemos adquirir compromisos, hacer promesas, escribir para deshacer los nudos de la intemperie, querer a alguien más que al yo de mí en el espejo.
Por eso cuando el momento de la unión llega, las diferencias de edad en el matrimonio tienen que ver con que una mujer más joven es casi siempre más hermosa y necesita a un señor más interesante –y rico, si puede ser– que los palanganas de su edad. Vivir de espaldas a esta diferencia es educar a niños y niñas en la angustia y la violencia, y fomentar adultos desorientados, rotos, sin herramientas para entenderse y poder transformar el amor en familias resistentes que dan valor y vertebran la convivencia.
Lo contrario de la izquierda no es –lamentablemente– la derecha, sino la inteligencia".
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Foto Pixabay
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