La toma de Quaragosh es la entrada de mi blog más exitosa y más comentada. Comenta el fenómeno que se da en las redes sociales de las cadenas que cobran vida propia y se difunden con independencia del hecho que les da origen. Quaragosh es una ciudad irakí con un elevado porcentaje de población cristiana, que cayó en poder del ISIS durante su fase expansiva. La cadena en la que se pedía rezar por los cristianos de allí, en serio peligro de muerte, siguió rodando mucho después de que la ciudad fuera recuperada por el ejército irakí, como si el hecho estuviera produciéndose en ese momento.
La toma de Kabul me ofrece otras reflexiones también relacionadas con la factura y el consumo de información. La primera es constatar el sesgo eurocéntrico. En Afganistán no pasaba nada, hasta que los americanos decidieron marcharse del todo y el gobierno sostenido por Occidente se ha derrumbado como un castillo de naipes.
La sorpresa ante el rápido avance de los talibanes solo puede deberse a desinformación. Pensábamos que estábamos construyendo un país democrático a nuestro estilo, y ahora, para quitarse el muerto, se arguye que solo se pretendía impedir que el país fuera una base de atentados en occidente. Los europeos criticamos a los americanos por irse y abandonar a "nuestros aliados", cuando hace meses que nos hemos ido primero.
Saber algunas cosas sobre Afganistán ayuda a entender decisiones y a juzgar si fueron buenas o malas. Afganistán nunca ha sido una nación como nosotros las entendemos, sino un espacio creado artificialmente por el imperialismo británico habitado por un sistema tribal bastante independiente y abrigado por una orografía muy montañosa. Además, es un país muy pobre, por lo que las potencias ocupantes a lo largo de la historia no han podido resarcirse allí de los gastos de la ocupación: no hay petróleo, no hay forma de cobrar impuestos, no hay otras riquezas...
El interés por ocupar Afganistán, o por lo menos Kabul, reside en que está en medio de todas partes: India, Rusia, Arabia, Paquistán... Es decir, por allí pasan muchas rutas comerciales y militares. Luego vinieron los intereses ideológicos del comunismo soviético, el afán democratizador de Estados Unidos y la lucha contra terrorista de Occidente. Para todos ellos Afganistán ha sido una sangría, cuando no una tumba.
Las leyes de la guerra se compadecen mal con el buenismo de las sociedades occidentales, cebadas con la ideología de género, el consumismo y el sentimentalismo emocional. La más evidente es que para derrotar al enemigo hay que aniquilarlo. Otra es que un ejército debe tener voluntad de vencer. Ni una ni otra estaban presentes en la misión militar occidental y en el ejército Afganos, esos 300.000 (Biden dixit) efectivos, con fuerza aérea, que se han rendido sin la más mínima resistencia.
Porque esta es otra. ¿Qué pasaría si todos esos afganos que huyen desesperadamente se hubieran dado la vuelta y combatido a los talibanes?
De todas formas, esto no es el final. A los talibanes les queda ahora probar de su propia medicina: gobernar Afganistán es una pesadilla.
He leído en algún sitio que hay estrategas que prefieren que un conflicto estalle a que permanezca latente y amenazante, porque cuando lo conoces es más fácil de gestionar. Algo así como los monstruos en las películas de miedo, que asustan menos cuando por fin los ves. La diplomacia, para ser eficaz, tiene que ser despiadada en ocasiones. Ahora nos corresponde tocarle las narices a los talibanes, apoyando a los que se enfrenten a ellos en el terreno hasta obligarles a ser medianamente razonables, o aquellos los derroten. No es muy políticamente correcto; pero no cuesta tanta sangre y es más barato.
Por supuesto, nada de lo que ocupa las portadas y las redes estos días, esas apelaciones a las emociones, los afganos que huyen, el destino de mujeres y niños, es útil. Se olvidará pronto. Y si no se olvida y se convierte en política internacional, peor.
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Foto: atarifa CC
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