Casi simultáneamente, mis lecturas han hecho coincidir la descripción de dos visiones parecidas y muy distintas al mismo tiempo. En la primera lectura de la Misa del martes pasado, correspondiente a la trigésimo tercera semana del tiempo ordinario, leemos la visión del rey Nabucodonosor de una estatua con «la cabeza de oro fino, el pecho y los brazos de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro y los pies de hierro mezclado con barro.» (Dan. 2, 31-45). Casi el mismo día, leo la visión de San Juan de «como un Hijo de hombre, vestido de túnica talar, y ceñido el pecho con una banda de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como lana blanca, como nieve, sus ojos como llama de fuego, sus pies semejantes al metal precioso cuando está en el horno encendido, y su voz como estruendo de muchas aguas. (...) Y su rostro era como el sol cuando brilla en todo su esplendor.» (Apc. 1, 13-16). Al profeta Daniel le correspondió interpretar el sueño de Nabuc...
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