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Sado & Maso

Andrés Ibáñez
ABC Las Artes y las Letras, 22 de octubre de 2005

Cuando pienso en el mundo educativo, especialmente en la enseñanza media (que es el mundo que conozco mejor), siempre me vienen a la mente imágenes de S and M. Sado Maso, ya saben. Látigos, caperuzas de cuero, correas de perro. ¡Arrodíllate, esclavo, lámeme los pies!
Los exámenes ya no son exámenes: son «pruebas de formato escrito», divididas en «tareas». Y ya no se hacen, o se ponen, sino que se «administran» (¿por vía oral? ¿rectal, quizá?). Los que se examinan no son alumnos, son «candidatos». Este lenguaje «nuevo» no es sólo profundamente estúpido, además de cursi y pretencioso, sino dolorosamente incorrecto, pero ya sabemos que todo burócrata que se precie ha de inventar palabras nuevas y rimbombantes para sustituir las humildes y útiles palabras ya existentes. Es como la fusta de la dominatrix, el símbolo de su poder cutre. ¡Arrodíllate, esclavo, y lámele los pies al candidato mientras le administras la prueba de formato escrito!
Y es que a los candidatos hay que lamerles los pies y lo que haga falta. A los candidatos, por ejemplo, no se les puede poner un cero, y uno que deja el examen en blanco tendrá un 2, que es la nota mínima. Lo que uno se pregunta es, ¿qué nota debo ponerle entonces al que saca un 2? ¿Le debo poner un 4? ¿Y al que saca un 4? ¿Debo ponerle un 6 y aprobarle?

¡Pero qué preguntas más tontas! ¡Claro que debo aprobar a los candidatos! Los alumnos de antes tenían la obligación de estudiar, los candidatos de ahora sólo tienen derechos. Tienen tantos derechos que es dudoso que alguna vez puedan aprender nada. Si un candidato, por ejemplo, considera que no se le ha administrado el examen correctamente (a lo mejor se le administró por una vía que no era), presentará una reclamación. Y entonces, ya saben: S &M. ¡Sadomaso! Una vez en el lugar donde trabajo (la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid) un alumno protestó porque le habían suspendido cuando sólo le faltaba un punto para aprobar, y alegó que no había derecho a que tuviera que repetir curso sólo por un punto. El departamento rechazó la protesta por improcedente, pero la dirección contraatacó indignada, y obligó a los profesores a revisar el examen. El candidato aquél resultó aprobado, claro. ¿Y los profesores que le habían suspendido en primer lugar? ¡Arrodíllate, perro! ¡Dime que eres una mierda! Zas, fustazo.


Los profesores de antes, esas ridículas reliquias del pasado, corregían los exámenes (una redacción, por ejemplo) con su inteligencia, su experiencia, su sentido común, su intuición y sus conocimientos. Ahora nada de eso es necesario: en busca de criterios absolutamente objetivos para evaluar numéricamente hasta la centésima una redacción o el nivel oral de un alumno de idiomas, por ejemplo, las autoridades educativas elaboran unas tablas que sustituyen muy provechosamente la inteligencia, la experiencia, el sentido común, la intuición y los conocimientos de los profesores. En el nuevo 1984 educativo que vivimos ya no hace falta ser una persona para dar clases: basta con ser una maquinita obediente y aplicar las tablas de calificación, que otorgan un 2 automáticamente a todos los alumnos y que están llenas de criterios totalmente necios ?como éste, por ejemplo: si a un alumno se le pide que escriba una carta a su tío y escribe una carta a su tío (en vez de, por ejemplo, una lista de la compra para la asistenta), se le adjudican directamente 2,5 puntos porque «ha cumplido la tarea». Y si la carta es «coherente», es decir, tiene pies y cabeza y no tiene salidas de pata de banco, otros 2,5. Ya está aprobado.


Claro que los profesores de antes, esas ridículas reliquias del pasado, creían realizar una labor en cierto modo «intelectual» y se sentían, en ciertos casos, incluso «humanistas». ¡Qué viejos tan ridículos! Los exámenes actuales tienen una copia rosa, como las facturas. Ése es el mundo a que nos condenan los extraños alienígenas que han invadido la enseñanza: a un mundo de cifras, de estadísticas, de gráficos, de burocracia, de rellenar papeles, de interminables instrucciones, de normas obsesivas, un mundo donde todo está regulado, medido y organizado desde arriba con precisión sádica y donde a los docentes sólo les queda obedecer y sonreír con paciencia masoquista.


Por ejemplo, este año las autoridades educativas han decidido que las clases tienen que ser de sesenta minutos. O sea que entre clase y clase no puede haber ni un minuto de descanso. ¡Dime que soy tu amo! ¡Bésame los pies, perro! Te creías importante con tus clases de cincuenta minutos, ¿verdad? ¡Pues aprende que eres escoria! ¡Escoria!

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